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La Habana de Buñuel (III)

8 de enero de 2018

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Al cumplir siete años, Alejo Carpentier (1904-1980) cobró conciencia de lo que era La Habana de intramuros. El singular cronista rememoraba que La Habana de entonces, circundada de potreros, era “muy semejante en costumbres, maneras de ver, el ritmo general de la vida, a lo que siguen siendo hoy ciertas ciudades de provincia españolas”.
El asfalto era casi un ilustre desconocido en la mayoría de aquellas calles de piedra o de tierra apisonada, llenas de peligrosos baches, quizás mucho más animadas que las de Calanda, y hasta de Zaragoza, donde Leonardo dejara a su familia, y que recordaba a cada paso con las melodías de zarzuelas o pasodobles que tocaban los organilleros españoles en la capital cubana. Su música se sumaba al concierto de pregones, cencerros y el sonido de los rebaños de vacas suministradoras de leche fresca, y de las mulas y caballos que tiraban de los carretones.

Fue justamente la prosa de Carpentier –con quien coincidiera por primera vez en París, en pleno apogeo del surrealismo y consagrados ya como novelista y cineasta, respectivamente–, la que condujo a Luis Buñuel a valorar la posibilidad de filmar la novela El acoso. Exaltaba su delirante imaginación el reto de traducir en imágenes ese sugerente texto para lograr una proeza análoga a la del autor: encerrar la acción en el tiempo exacto que dura la ejecución de la tercera sinfonía de Beethoven, de acuerdo con las indicaciones metronómicas. El director de Ensayo de un crimen primero había pretendido rodar una versión de Los pasos perdidos, antes que el actor Tyrone Power (1913-1958) se adelantara en adquirir los derechos de realización.

A principios de 1959, Buñuel anunció su intención de filmar El acoso con el financiamiento del productor mexicano Manuel Barbachano Ponce (1925-1994), con quien colaborara en Nazarín (1958). Ambos mantuvieron con Carpentier una estrecha comunicación por medio de cartas y llamadas telefónicas entre México y Caracas.  Barbachano esperaba la conclusión por Buñuel del rodaje en la capital azteca y Acapulco de Los ambiciosos (La fièvre monte à El Pao), para firmar el contrato formal. El escritor francés Louis Sapin, uno de los autores del guión de esa película arribó a Cuba a inicios de 1959 para conocer los lugares en que se mueve el personaje central antes de concebir el guión. Circularon más tarde comentarios de que entre julio y agosto Buñuel visitaría la capital cubana y en noviembre rodaría en calles habaneras el recorrido del delator hasta refugiarse en el Teatro Auditórium en tiempos de la lucha contra la dictadura machadista, a los acordes de la sinfonía “Eroica” de Beethoven.

Secretamente, Buñuel halló en las páginas de El acoso un pretexto para recorrer la ciudad de las columnas que habitara su padre, sobre la cual le hablaran con contagioso entusiasmo tanto Barbachano, que produjera allí Cine-Revista, como el actor español Francisco Rabal (1925-2001). En tránsito hacia México para protagonizar Nazarín, Paco Rabal y Barbachano habían pasado fugazmente por la capital cubana, con las calles llenas de policías que les hicieron pasar un mal rato al obligarlos a bajar de un automóvil y encañonarlos con sus armas.  Esas tres calurosas noches de juerga por los lugares donde se tocaba música popular, les permitió conocer músicos como El Chori. El actor visitó entonces Tropicana, “el Vaticano de La Habana”, como lo catalogara su amigo diplomático Agustín de Foxá.

Rabal cuenta que en los momentos de descanso, durante la filmación en Cuautla de Nazarín, don Luis y él bebían y reían muchísimo gracias al agudo sentido del humor del aragonés, que bromeaba sobre todo a costa de los artistas, pero también del equipo técnico, en el que Alfredo Guevara figuraba como asistente no acreditado. A propósito, recordaba el actor: “A los cubanos que había por allí, que estaban todos con Fidel, les decía cosas terribles para cabrearles. Les decía que su padre había vivido en Cuba, que era un riquísimo hacendado y que se había cargado a un líder revolucionario. ‘Sí, mi padre mandaba el pelotón de fusilamiento’. ‘Apunten’, dijo mi padre. Y entonces llegó un jinete al galope con el indulto. Mi padre leyó el indulto y dijo: ‘¡Fuego!’. Y se lo cargó. Los cubanos le miraban indignados, y era todo mentira”.

Buñuel pensó que Rabal era ideal para el personaje del Acosado, abatido por sus perseguidores al resonar el último acorde del concierto en la sala del teatro Auditórium, donde se refugiara luego de su huida por las calles habaneras en los turbulentos años que siguieran a la caída de Machado. Carpentier manifestó su deseo de examinar cuidadosamente la adaptación, en la cual Buñuel avanzara bastante, a fin de que correspondiera en su totalidad a la época en que situaba la acción de su noveleta. En una entrevista, Barbachano Ponce revelaría el verdadero móvil que animaba al cineasta, más que la propia acción y personajes antiheroicos de El acoso:

 

Creo que no era un tema de él, era un tema de Alejo. ¿Sabes qué le interesaba? El padre de Buñuel trabajó en Cuba muchos años y aquí hizo su fortuna, sí, y eso es algo no muy conocido y Luis amaba a Cuba por esa razón, porque lo oyó tanto desde su infancia, que, en fin, vivía ese ambiente, el ambiente paterno.  Eso le gustaba a Luis: volver a la tierra que había visto su padre.  Buñuel veía en El acoso un poco La Habana en que vivió su padre.  Creo que esa era su única motivación.

 

Pero como casi una veintena de obras literarias convertidas en “proyectos muertos”, El acoso fue a parar a su “sepulcro privado”, como le llamaba el propio Buñuel. Aunque la historia le resultaba muy atrayente, varios factores incidieron en la indefinida posposición del proyecto. Su gran amigo Luis Alcoriza (1920-1992), colaborador en el argumento y el guión de casi una decena de obras, explica que Luis comentó con él ciertas objeciones que tenía en cuanto a filmar El acoso, ante todo porque aborda el destino de un delator político que por momentos resulta un personaje demasiado tierno, y pensaba que era peligroso hacer que la gente le tuviera simpatía a un delator. «Siempre tuvo ese prejuicio, y le oí decir algo así: ‘Si algún día lo hago, voy a tratar de quitarle simpatía, o quizás que la delación sea por otro motivo, que no sea tan vil como la delación de un camarada’”, precisa Alcoriza.

Uno de los proyectos valorados con más interés por la dirección del naciente Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) en sus primeros planes perspectivos, divulgados a los pocos meses de su constitución, en marzo de 1959, fue el de Los náufragos de la calle Providencia. Inicialmente iba a ser realizado por Buñuel sobre su viejo guión escrito junto a Alcoriza con el aporte financiero de Barbachano Ponce. En las zonas residenciales de Miramar y El Vedado menudeaban entonces las esplendorosas mansiones de la alta burguesía habanera, que ya había comenzado a poner pies en polvorosa camino al exilio. En cualquiera de ellas, provista de abundante cubertería de plata legítima y porcelanas de Sèvres, habría podido acoger la familia Nobile a sus invitados, atrapados luego en el enigmático encierro. Pero el filme nunca pudo concretarse en tierra cubana y, tres años más tarde, sería el productor Gustavo Alatriste (1922-2006), entusiasmado con el resonante triunfo de Viridiana, quien echara a volar El ángel exterminador, en una coproducción con las firmas españolas Uninci y Films 59, para lucimiento de su entonces musa, la actriz Silvia Pinal.

Alfredo Guevara escribió en ese año tan determinante que fuera 1959, en una carta dirigida a Luis Buñuel: “No hemos escogido un camino. No es la hora. Tocamos a todas las puertas. Buscamos todas las enseñanzas. Recorreremos todos los caminos. En los vuestros encontraremos el nuestro. Tal vez siguiéndoles, tal vez contradiciéndoles. Pero sea una u otra la actitud definitiva, de ustedes esperamos la ayuda necesaria, el aliento y la colaboración”.

La respuesta del director de Los olvidados no tardó en llegar: “Gracias por su carta tan llena de entusiasmo y tan prometedora para el cine de la nueva Cuba. No puede imaginarse cómo les deseo un triunfo total pues se encuentran en magníficas condiciones para hacer un buen cine. Aprovechen bien el momento ya que tienen las riendas en sus manos porque del futuro nadie puede responder. Ganen todo el camino que puedan antes de que comience a levantar el vuelo el ‘siniestro buitre’ comercial. Contémplense en el espejo de México y vean a lo que esa ‘siniestrísima ave’ ha reducido su cine. Lo que hagan hoy podrá servir de guía para el mañana”.

Leonardo Buñuel González falleció el 3 de mayo de 1923; su hijo Luis moriría sesenta años más tarde, tras legar una filmografía que, curiosamente, se abrió con la imagen de la mano que escinde un ojo y se cerró brillantemente con otra mano que zurcía un encaje ensangrentado. Max Aub, afirmó que lo único cubano que existió en la vida de don Luis Buñuel, además de esos proyectos frustrados sobre la literatura carpenteriana, fue el dinero aportado por su madre, doña María, para que pudiera rodar Un perro andaluz (1929), aunque luego no se atreviera a ver ninguna de sus películas.

De todos modos, resulta demasiado interesante el comentario que el propio Aub hiciera a un Buñuel obsesionado por una Habana que solo pudo transitar a través de los fabulosos relatos de su padre, severo y bondadoso a la vez: “Lo curioso es que posiblemente el dinero que aportó (Francis) Picabia para todas sus fantasías dadaístas, y aún anteriores, también fuera cubano. Con lo que resulta que, en el fondo, sin Cuba –y sin España, claro–, ni el dadaísmo ni el surrealismo hubiesen sido lo que fueron”.

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