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La fórmula del amor

10 de mayo de 2013

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La noticia suscitó la alegría debida. Después de varios años de matrimonio feliz, era normal la decisión de los jóvenes de no engañar mas a la cigüeña y aceptar la venida de un hijo. Los futuros abuelos, de acuerdo total en beneficiar las condiciones materiales del futuro nieto. Contribuirían y estrecharían su hábitat casero a favor del descendiente. Este par de profesionales entrenados en el estudio del orden regular de los elementos químicos, en el instante oportuno, colocaron los puntos sobre ciertas íes. Los abuelos estaban en esa fecha en que los saberes y experiencias redundan en las mas atinadas investigaciones y por lo tanto, en la posible obtención de ganancias morales y financieras. Así que este bebé planificado y deseado dependería del cuidado y responsabilidad de los progenitores. Ayudarían en caso de apuro, pero no se coserían a la cuna del primero ni de los siguientes.

Así lo hicieron. No despilfarraron minutos en narrar cuentos a la hora de dormir, ni relataron anécdotas del clan familiar, de esas que unen a las generaciones. Sí abrieron las carteras para los juguetes y las ropas de estreno, pero se quedaron atrás en los chiqueos y mucho mas en los acompañamientos al círculo y la escuela.  Y cuando el matrimonio logró fundar casa aparte, los encuentros con los nietos se espaciarían mas porque los abuelos, en la cúspide de la gratificación social, perdieron el tiempo hasta para las mínimas distracciones. Tenían el pensamiento fijo en que vendrían días para gozar el descanso y las diversiones. Obnubilados entre en tantas aseveraciones de la lógica científica, olvidaron que la maquinaria humana depende todavía de accidentes casuales provocados al doblar una esquina o de enfermedades imprevistas aunque se cumplan los preceptos de una vida saludable.

Recién jubilados ambos y dispuestos a gozar los divertimentos soñados, el se desmoronó ante la enfermedad imprevista para quienes tentaron al irreductible futuro. La hija estuvo al lado del aquejado y sostuvo a la madre en el proceso del agravamiento. Los nietos, crecidos y adolescentes, justificaban las ausencias a causa de los estudios. Ese abuelo no les sabía a abuelo, era un dador de regalos en determinadas fechas señaladas en el almanaque.

A la muerte del esposo, la jubilada apreció que la casa estaba vacía hasta de recuerdos infantiles. Las manos toqueteaban diplomas, condecoraciones, hasta el roce de la tarjeta magnética la descontrolaba. Su mente, desorganizada en el examen de las banalidades diarias, le demoraba las conclusiones. Al fin, comprendió que las investigaciones premiadas eran parte de la vida, no toda la vida. Que aquellas colegas de ojos soñolientos porque el nieto les daba las malas noches, no llegaron tan alto, pero arribaron a otras cúspides, ahora ansiadas por ella. Tendría que hallar una fórmula química para atraer a los esquivos nietos.

 

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