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La democracia hogareña

5 de septiembre de 2018

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En un jadeo llegó a la casa. Cayó en la butaca como una jaba de papas bien despachada. En el clamor por agua llegado desde la sala, la anciana comprendió que “el súper viejo”, así era llamado a escondidas por la familia, volvería a achacar al sol, su desmantelado estado físico. Aquellas ocho cuadras antes correteadas del trabajo a la vivienda, convertidas en maratón sin premio, eran el punto final de una jornada laboral sostenida desde los días en que las versiones de los combos competían con los originales de los Beattles.

Puso la cafetera en la hornilla y desoyó el nuevo pedido. Si él le negaba al director el placer de traerlo personalmente ni aceptaba el envío con el chofer para demostrar a todos que a los setenta se sentía en perfecto estado, bien esperaría que ella, damnificadas las piernas por tanto uso en esta casona de largas distancias, en un solo viaje le llevara el agua y el café.

Mientras el hombre saboreaba hasta el último buchito, ella se preparaba a recibir e resumen de sus labores. El estado al día de todas las operaciones contables, las entradas, las salidas, las cuentas por cobrar, las cuentas por pagar, los inventarios. Paciente, callaba, incapaz de demostrar el aburrimiento. Lo de ella había sido, estar frente al mostrador de una tienda en que aprendió a sonreír mientras las piernas reclamaban un descanso. Se jubiló a la edad justa para continuar entorpeciendo las piernas, tras correr con los nietos en ayuda de la nuera y el hijo. También supo de números, de sumas, restas y multiplicaciones. Sacaba bien las cuentas en los vales de venta revisados por la cajera. En el barrio, los “tarimeros” la respetaban. Ella les daba el producto final, mientras ellos tecleaban todavía en los nuevos aditamentos digitales. Para el “súper viejo”, la Aritmética de ella, era una aritmética de primaria, pero con esa Aritmética de primaria, ahorraba los ingresos de la familia.

Preparada para oír lo ya escuchado, la asombraron la firmeza en las palabras y la tristeza portada en la voz. “Hablé con el director. Me jubilo”. El anciano que hoy se aceptaba anciano porque marchaba cabeza abajo al dormitorio, no esperó respuesta. No le interesaban las opiniones a sus decisiones finales. A ella siempre la escuchaba, la escuchaba como se escucha y complacen los pedidos de los niños, haciéndoles creer que son tomados en cuenta en un intento de democracia familiar en realización de la paz hogareña. Era un hombre seguro de sí mismo aunque conocía que por la infinitud de los números, ni la Matemáticas era plenamente exacta. Creía hasta un día antes, dominar las fechas cambiantes de los almanaques, paralizar una vejez admirada en aquel centro en que servía de ejemplo para las nuevas generaciones, sobre todo después de recibir las felicitaciones de los auditores. Y querido y respetado en este hogar fundado por él. La frase le sonó altisonante.

Esa última frase le resbalaba en la mente mientras el agua resbalaba por la cafetera, sometida a una limpieza exagerada. “Era un hombre querido y respetado en este hogar” se repetía en afirmación interna. Ni el hijo, la nuera ni los nietos le alzaban la voz, ni lo contradecían en el poco tiempo disponible entre las ocupaciones laborales o de estudio de todos. No era prueba de que compartieran sus ideas, sus procederes.

En aquel apodo del “súper viejo” musitado también por ella a escondidas, existía cierto rechazo a su oscuro sentido de la democracia familiar de ordeno y mando. Y que a sus espaldas, cada uno cumplía sus propias reglas que descubriría por su próxima permanencia a tiempo completo en aquel hogar imperfecto como todos los hogares.

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