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La de las piernas de Rodin

26 de mayo de 2018

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piernas-contouringErguida la cabeza, recto el torso, caminaba. Tropezó con el pedrusco y la inevitable caída. Al suelo. El impacto del dolor físico amortiguado por el grito: “¡Qué caída se ha dado esa vieja!”. Las manos de esos irrespetuosos acudieron en su ayuda. Las punzantes agujas de sus huesos le anunciaron la desgracia. Sus piernas perfectas, quebradas.
Acostada en la mesa de operaciones, preparada para la intervención quirúrgica y a punto de la anestesia, asombró al equipo médico. Escucharon lo nunca oído en aquel verde salón. En vez de preguntar por el “si volvería a caminar”, suplicaba que no le dejaran marcas en las pantorrillas. Y ya en caída al sueño de la anestesia, repetía: “Mis piernas de Rodin, mis piernas de Rodin”. Precisamente el anestesista, visitante de funciones de ballet y apertura de exposiciones plásticas, adelantó que el tal Rodin era un famoso escultor francés que nunca se dedicó a la cirugía estética.
Conforme con el resultado de la operación, el cirujano salió a dar la buena nueva al atribulado esposo. Con extrañeza el ortopedista recibió la tibia sonrisa del anciano. Continuó la explicación. La paciente caminaría después de un proceso de rehabilitación. Los primeros pasos con el andador, después con dos bastones y al final, el bastón que aconsejaba, siempre debía acompañarla. Ante la recomendación final, el consternado hombre suplicó más que preguntar: “Con medicamentos de afuera, con el mejor fisioterapeuta contratado, ¿podría caminar con la elegancia que la caracterizaba?”.
Después del esfuerzo desplegado en el salón por él y sus compañeros, el ortopedista con cierta molestia contenida y agarrado a la suposición de que el buen hombre no captó su mensaje profesional, detalló paso por paso la reconstrucción realizada en aquellos huesos de setenta años de uso continuo y de mal uso posible. “Quien la recibió en la urgencia había comentado que aquella ancianita arribó con unos tacones muy altos para su edad”, agregó al final.
El adolorido levantó la cabeza, agradeció al médico y aunque no estaba frente a un cardiólogo, le abrió su corazón.
Desde su adolescencia, su mujer, su adorada y venerada mujer, recibió miles de piropos por la perfección de sus piernas. Esa fortaleza y fineza de los tobillos, la sonrosada piel, el grosor apetecible de la pantorrilla. Cierto día, en medio de una avenida transitada, un conocido escultor paró su auto, y se arrodilló a sus pies gritando: ¡Esas piernas las talló Rodin, las talló Rodin!”. Ella hizo de esa frase su estandarte. “También yo me arrodillé ante esas piernas”.
Este médico sabía de guerras, accidentes, malformaciones y enfermedades que muerden las piernas. En silencio se preguntó por el límite de la estupidez humana capaz de centrarse en tales adoraciones. Sintió lástima por ella, por él. Tendría que conseguir para los dos, un buen psicólogo. Ganas tenía ahora de fumar, ese vicio que no lograba doblegar.

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