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La de la pamela azul

2 de agosto de 2013

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Vestía unos pantalones holgados y una blusa de algodón de mangas cortas, cubridoras del nacimiento de los brazos. Esta vestimenta pasaba inadvertida entre los numerosos clientes del mercado. Los curiosos especializados en juzgar la vida ajena, lo aceptaban. No así a la pamela azul que cubría sus cortos cabellos. Las miradas imprudentes, críticas unas, burlonas otras, la desafiaban. A que la miraran estaba acostumbrada, pero por otras razones.
Fue una joven medianamente atractiva, llamaba la atención por su figura elegante y amables modales. Estaba acostumbrada a romper los moldes obsoletos, esos atravesados en el camino y provocadores de los traspiés de los intrépidos. Detrás de los espejuelos, sus ojos calificaban las expresiones de los entremetidos al unísono que sus manos revisaban la supuesta madurez de una fruta bomba.
Absorta entre la fruta bomba y los ajenos ojos inquisidores, no advirtió al anciano que en cámara lenta, cercano a su espalda, se atrevía a susurrarle al oído unas palabras mágicas. Tan mágicas que la anciana soltó la mercancía y el vendedor temió por la consistencia de la fruta.
Hombre y mujer se abrazaron y más que palabras, intercambiaron, al principio, emotivas lágrimas. Desoían la algarabía del mercado y trasladados los dos en esa máquina del tiempo solo manipulada y puesta al servicio de los ancianos, repasaban los días de la juventud. Días de trabajo intenso en una oficina incómoda donde se turnaban el ventilador, dependían de un solo teléfono y de la competencia de esta secretaria capacitada en la redacción y control de informes, La recogida de las llamadas de las novias, el aviso del nacimiento de un hijo en provincia lejana y la obtención de pasajes en avión después de desgastarse en labia plañidera.
Desatados los destinos y pagarle él la dichosa y cara fruta bomba, mientras se encaminaban al hogar de ella para continuar las evocaciones café por medio, la obesa anciana, sabiéndose tan diferente a la original de los cincuenta años distantes, le preguntó en qué la había reconocido.
El narró entonces lo sucedido en aquel día en que ella apareció en la oficina en una minifalda azul, apenas dos pulgadas por encima de la rodilla y que en aquellos tiempos alarmó a la jefa de despacho del jefe mayor, quien recibió la noticia y pidió la presencia inmediata de la transgresora. Al verla, simplemente le dijo con la encantadora sonrisa que lo caracterizaba: “Te queda bien”. Y así entró la minifalda en aquel sacrosanto lugar colmado de veinteañeros.
El amigo agregó que al contemplarla con la pamela azul, esa pamela aconsejada para librarse del atacante sol y todavía fuera del uso generalizado entre las ancianas, constató que era ella, la de las preguntas inquietantes en las reuniones y las decisiones sólidas. Era la misma y al oído la llamó con el apodo que le quedó para siempre entre ellos, aquellos machistas sin domar todavía, “la de la minifalda azul”.

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