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La cuidadora descuidada

14 de enero de 2017

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ubn_0831.jpg_20140919163604_26400_11Se acercó a la puerta-ventana. El bullicio callejero la atraía al igual que en la infancia. La reja alejaba robos, no las músicas de los bicitaxis, Las protestas de los almendrones en los baches, las conversaciones altas de los caminantes, los gritos de los anunciantes de mercancías varias que no merecían el apelativo de pregoneros, las miradas indiscretas evaluadoras del poder adquisitivo de los ocupantes de la casa.
El barrio actualizado cambiaba de aspectos y habitantes. Algunos la saludaban. De día, todavía estaba en alerta. Distinguía el calibre de los saludos. El curioso de los nuevos vecinos en averiguación de los componentes del barrio o, quizás, porque el sonido de algún grito los alertó o la verbosidad de los entremetidos. El saludo de cortesía entre quienes aun profesan esa mínima ley de la relación humana, aunque no medie una amistad profunda. El verdadero, llegado en tono lastimero y venido de los antiguos amigos de la infancia, portadores de líos propios y tristezas acumuladas por enfermedades crónicas, discrepancias familiares o lejanías inevitables.
Cada vez que podía, se aferraba a la reja. Era una presa voluntaria. Podía abrir la puerta y escapar. No quería aceptarlo. También le temía a la libertad. Prefería contemplar la calle en la medianoche. Disminuían los andantes y al revés de en las horas del día, ellos no escarbaban en los secretos de la estancia, huían de su mirada porque eran portadores de secretos propios. Era la hora de los ensueños o de la locura. Pertenecía a las dudas abiertas. Imaginaciones creadas en afán de la resistencia o gajos caídos del raciocinio debilitado. Acompañaba a estos seres nocturnos, tambaleantes, susurradores de melodías románticas o seguidores en alta voz de ritmos ensordecedores con los personajes de su niñez. Vendedores de churros azucarados, maníes calientes, globos y papalotes perdidos por el viento entrado del mar al que le olía la sal y le escuchaba la sirena de un barco pidiendo puerto. En la noche, los gritos caseros disminuían. Aumentaba la dosis recetada por el médico y la hacía dormir por unas horas en su derecho al descanso y los sueños despiertos o las locuras empezadas.
El grito la extrajo del recuento. Lo calificaba de grito porque no encontraba otra palabra. Era un sonido animal. Años atrás, corría. Aunque quisiera, no podía. Le pesaban las piernas inflamadas o le pesaba más el desgaste del cariño apodado filial.
Entrada en los años en que la juventud se despide de las pasiones y acuciosa aspira a devorarlas hasta el final, cuando los espejos entorpecen las miradas y cada minuto dura más segundos, la madre le paralizó los últimos anhelos. Desconocedora del futuro, aceptó la palabra cuidadora de una enferma de Altzheimer con la prestancia de un estudiante enfrentado al examen de una asignatura poco estudiada.
Frente al proyecto terminado de la caricatura de madre aullando es al fin en esta mañana el proyecto inicial de una hija, cuidadora solitaria, navegante entre la realidad y la locura.

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