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La Bella Otero (I)

4 de octubre de 2013

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                                                                           El alma trémula y sola
padece al anochecer:
hay baile , vamos a ver
la bailarina española.
Han hecho bien en quitar
el banderón de la acera;
porque si está la bandera,
no sé, yo no puedo entrar.
Ya llega la bailarina;
Soberbia y pálida llega:
¿Cómo dicen que es gallega?
Pues dicen mal, ¡es divina!…

 
Mucho se ha debatido sobre quien fue la musa que inspiró a nuestro José Martí el famoso poema “La bailarina española” que aparece en sus Versos Sencillos. Para algunos se trataba de una artista que danzaba en el Teatro Español de Madrid en 1871.  Sin embargo, la mayoría coincide en afirmar que fue La Bella Otero quien los inspiró. Entre ellos, Blanca  Zacharie de Baralt , quien no duda en afirmar en su libro “El Martí que yo conocí” que:

 
“Muy apreciador del arte y de la hermosura tenía él un vivo deseo de ver bailar a la Otero; pero por desgracia, en el teatro donde actuaba, el Eden Musée, en la calle 23 habían puesto sobre la puerta una gran bandera roja y gualda, y Martí no podía entrar en un edificio cobijado por el estandarte de España (…) Un día, no se sabe por qué motivo, los empresarios arriaron la bandera. El camino estaba, pues, libre y fuimos Martí, mi marido, mi cuñada Adelaida Baralt y yo a verla bailar”.

 
Pero, ¿quién fue la Bella Otero?
En el París de La Belle Epoque fue una de sus estrellas. Se llamaba en realidad Agustina Otero Iglesias. Como bailarina se dice que no era gran cosa, pero tenía ángel.  Aventurera y gallarda, mezclaba el flamenco con otro tipo de bailes que en nada se le parecían. Se dedicó, también, a la canción, y probó suerte como actriz.
La Bella Otero fue también una de las mujeres  más cortejadas de su tiempo. Entre sus muchos amantes se cuentan el millonario norteamericano William K. Vanderbilt, el rey Alfonso XIII de España, el Zar Nicolás y Leopoldo II de Bélgica. También intelectuales como el poeta D´Annuncio y el pintor Renoir, que la llevó al lienzo, cayeron rendidos ante sus pies.
Se asegura que siete hombres prefirieron el suicidio a vivir alejados de sus favores, -entre ellos su descubridor- de ahí su sobrenombre Sirena de los suicidios.
Su vida fue una leyenda.
Animó la vida galante de La Ciudad Luz, cuando  muchos de los poderosos pagaban buenos dividendos a estas “artistas” pues su valor se cotizaba si llevaba de su brazo algunas de estas famosas cortesanas.
Conocedora de sus encantos, La Bella Otero afirmaba: “Que a un caballero lo vean conmigo aumenta su reputación y le clasifica como un hombre inmensamente rico”.
Principal creadora de su mito, esta supuesta andaluza, hija de una madre soltera, mendiga por más señas,  y de un paragüero remendón, había nacido el 4 de noviembre de 1868 en una aldea perdida de Galicia.
Violada a los diez años, abandonó su pueblo y fue a parar a un prostíbulo de Pontevedra, de donde huyó con un cómico de la legua de los muchos que había en la España de fines del siglo XX.
Poco después, en un tugurio de Marsella, aparece en su vida el empresario norteamericano Ernest Jurgens, quien no solo la hizo su amante, sino que gastó una fortuna para encauzar su vocación.
Le contrató un acreditado profesor de música y canto, Ferdinando Bellini, -quien, por cierto, jamás creyó en las aptitudes de su alumna-, y puso una compañía a su servicio que le permitiese a su protegida bailar jotas o tanguillos y que acompañase su discretísima voz.
Luego de darle algunas clases, Bellini fue sincero en su apreciación:
“Sus medidas (97-53-92), sus 51 kilos de peso y su estatura de 1.70 harán que el talento no sea todo en la escena. La muchacha tiene algo valioso: fuego en los ojos y en el pelo, y, sobre todo, mucha sensualidad en cada uno de sus movimientos”.

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