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La abuela de las hadas

13 de julio de 2013

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Era de las abuelas que todavía narraban cuentos. Inclusive, de las que hablaban de los antepasados familiares muertos o idos por otros rumbos. De las que consideraban la dinastía de las mascotas adoradas dentro de los valores a conservar.  La fecha y precio de los muebles y objetos comprados eran considerados también dignos de guardar en la memoria colectiva. En fin, era una abuela que ataba a los nietos al pasado para que no se aburrieran del presente y no se perdieran en el futuro.

Era una abuela que había pasado ella misma a ser un personaje de cuentos todavía no escritos y que volverían a escribirse en una fecha no programada en las tabletas digitales.

Salía en las tardes con los nietos genéticos y los nietos de otras tantas abuelas olvidadas de ser abuelas y que se le iban sumando en el camino.  Algunas miradas de esas abuelas la perseguían desde las ventanas herméticamente cerradas. Eran miradas asustadas porque en un recoveco de la memoria ancestral, existían pedazos de cierta historia de un flautista ladrón de niños a cambio de ratones, Esos asquerosos eran una especie eliminada por los últimos productos químicos lanzados al mercado.

Aquella abuela detenía el paso de la caravana de nietos en lugares marcados por su pie. “Aquí existió una ceiba”, decía, y señalaba el hueco dejado por las raíces en la tierra seca. La abuela alzaba los brazos y los movía y decía, “así aleteaban las mariposas”. Y al unísono, los niños alzaban los brazos y aleteaban como las desaparecidas mariposas. Y las miradas encerradas en las ventanas, temían que los pequeños volaran como aquellas mariposas deshechas hasta en el material de los desaparecidos videos.

El dedo índice de la anciana señalaba al cielo. Los niños seguían atentos aquella mano manchada y arrugada no común entre las mujeres de cualquier edad, dadas las posibilidades regenerativas de las células de la piel. Aquella abuela escapada de un libro de papel todavía no escrito, decía que en las nubes se encerraban castillos, caballos, coches. Y los nietos genéticos y los agregados nietos de abuelas que no sabían ser abuelas, adivinaban los castillos, los caballos, los coches. Nunca se supo quien fue el primer niño que lanzó el ruego. Todos se unieron a la súplica. Querían volar a las nubes, visitar el reino de los sueños. Y aquella abuela, como todas las abuelas antiguas, entre tantas virtudes almacenadas, poseía el defecto de no medir las consecuencias de ciertos caprichos infantiles. Alzó los brazos, los movió como las alas de aquellas mariposas y voló. Y los niños la imitaron y volaron al cielo.

La anciana despertó temprano como todas las mañanas a pesar de que era el primer día de las vacaciones de los nietos. Marchó al baño. Mientras se lavaba el arrugado rostro, organizaba el plan del día. No le importaría el calor del verano, ni la espera de los ómnibus. Hoy extraería a los niños de la TV y de los juegos electrónicos. Visitarían a las ceibas frondosas y admirarían los colores de las mariposas.

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