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Juan Orol

19 de agosto de 2016

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La de Juan Orol es una personalidad atractiva dentro de la cinematografía latinoamericana de los años 40 y 50. No dirigió ninguna película memorable, antológica; tampoco realizó aportes que le reserven un lugar singular en las enciclopedias del cine. Con todo, fue un hombre de cine, necesario para este y su desarrollo, un eslabón por el cual se hubo de transitar para alcanzar otros derroteros.

De no haber sido un personaje real, pudiera pensarse en él como uno de ficción, por todo cuanto hizo, por los andares que transitó en su condición de director, productor, guionista, actor, gerente de producción, compositor, adaptador… Realizó un cine que hoy puede considerarse primario, pero que aún disfrutamos con un guiño, porque tal cosa parece hacernos llegar desde la pantalla ese hombre orquesta que se nombró Juan Orol.

Nació en La Coruña, Galicia, el 4 de agosto de 1897 y murió en Ciudad México el 26 de mayo de 1988. Vivió nueve décadas. Y sus mujeres fueron algunas de las actrices más bellas, exuberantes y sensuales de la época, a las cuales entregó los roles principales en sus filmes, popularizó y cuyos rostros, cuerpos y actuaciones, recorrieron las salas de cine de España, México, Cuba…

De niño, Orol viajó por varios países, hasta llegar a Cuba, donde encontró algunos familiares residentes en la Isla, pero tampoco en ella se estableció, por lo que siguió hacia México. Al cabo de varios años regresó a Cuba y se instaló en su capital. Si de oficios se trata, su recorrido fue largo: jugador de béisbol, boxeador, piloto de autos, torero, periodista, agente secreto, actor de teatro. Este último fue trampolín para su entrada al cine, dado que también visitó Hollywood, regresó por México y fundó una empresa cinematográfica. Desde los comienzos le atrajo el melodrama, con elementos de cine negro de misterio, mujeres bellas y amores complicados.

Su primera película cubana data de 1938 y se tituló Siboney, con música del compositor Ernesto Lecuona y la deslumbrante bailarina cubana María Antonieta Pons como actriz.

A esta sucederán unas cuantas más, algunas en coproducción, otras enteramente cubanas. Ahí se cuentan Embrujo antillano (1945), El amor de mi bohío (1946), Sandra la mujer de fuego (1953), El sindicato del crimen (1954), La mesera del café del puerto (1955), El farol de la ventana (1957) y Tahití, la hija del pescador (1958). Estas cintas le permitieron incorporar nuevas musas, como Consuelo Moreno, Rosa Carmina y Mary Esquivel. Sus coproducciones no solo las hizo con Cuba, también con España, Estados Unidos, Puerto Rico y España.

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