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José Martí y su padre

6 de febrero de 2020

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Mariano de los Santos Martí y Navarro 1815-1887

 

La vida familiar de Martí es quizás uno de los aspectos menos conocido de su existencia, particularmente en lo referido a sus padres y hermanas. Ello se debe a la escasísima documentación testimonial encontrada al respecto, tanto salida del propio Maestro como de los demás miembros de la familia y de amigos vinculados a ellos.

En cuanto al valenciano Mariano Martí Navarro, su padre, se le presenta con frecuencia como un hombre de carácter rudo y de no muchas luces, quien no comprendió a su hijo, por lo que las relaciones entre ambos fueron muy difíciles. En verdad, no hay base real para tal planteo. Todo parece indicar que durante la niñez del primogénito, el padre mantuvo con este una cercanía, explicable por ser este su único hijo varón, al que —en las concepciones de la época— le correspondería asumir el papel del cabeza de familia en la adultez o cuando Mariano faltara.

Dos momentos sustentan este criterio. Entre abril y octubre de 1862 ambos convivieron sin otro acompañante, en Caimito del Hanábana, una zona poco poblada y cercana a la Ciénaga de Zapata, en la actual provincia de Matanzas, a donde Mariano había sido enviado en condición de capitán juez pedáneo de partido territorial. Allí, alejado de la madre y las hermanas, el hijo conoció la vida rural, montó su propio caballo y sirvió de amanuense o secretario del padre para redactarle documentos propios de su cargo. Fueron meses de necesaria intimidad de Mariano y Pepe, en que este fue el compañero inseparable de aquel.

Al año siguiente, y despojado el padre de su puesto, van juntos Honduras Británica, hoy Belice. Aún no sabemos qué hicieron allá ni cuánto tiempo duró esa residencia, pero no podemos dudar de que la decisión paterna se debió a la necesidad de buscar empleo para sostener a su familia, que quedó en La Habana. De nuevo solos padre e hijo, en un país extranjero donde la lengua oficial era el inglés, muchos de sus pobladores originarios se expresaban en maya y los esclavos portaban sus lenguas africanas. Las relaciones fronterizas con Guatemala permitían cierto uso del español, pero es probable que el niño de diez años diera sus primeros pasos con el inglés.

Es cierto que desde 1865, al entrar en el colegio de Rafael María de Mendive, Martí salió del estrecho marco familiar, tanto porque a menudo se quedaba en la escuela donde residía el maestro o en su otra vivienda en Guanabacoa, como porque se le abrió el ancho mundo de la intelectualidad liberal habanera de la que Mendive era uno de sus animadores. El intenso afecto por aquel quizás provocó algún tipo de celos en el padre, quien, si ocurrió así, aprobó que el maestro le costeara a Pepe sus estudios de bachillerato. Cierto es que en una carta de 1869 a Mendive el adolescente le declara que tuvo la resolución de matarse dado que su padre lo hacía “sufrir cada día más”. A todas luces, el jovencito demostraba ya con sus brillantes estudios, sus poemas y sus ideas una voluntad que le alejaba de las costumbres paternas y de la cotidianidad de su familia.

No obstante, posiblemente aquellos desencuentros entre padre e hijo se cerraron, a mi juicio, definitivamente cuando, en 1870, Mariano visitó a su hijo en la prisión y, mientras lloraba, intentó curar su pierna llagada por el grillete. Recordemos además que el mismo Martí escribió que por entonces Mariano le dijo que no le extrañaría verlo luchando por su patria, por Cuba libre. A partir de ese momento todo indica que la relación entre ambos fue de cariño: no hay indicio alguno de discrepancias serias cuando se rencontraron y convivieron en México, o durante la corta estancia habanera del hijo a inicios de 1877 para encaminar el regreso de la familia a Cuba. Prueba de ello también son las palabras de Martí en carta a su hermana Amelia: “Papá es, sencillamente, un hombre admirable. Fue honrado, cuando ya nadie lo es”.

La mejor prueba del amor y comprensión entre ambos fue la convivencia en Nueva York, entre junio de 1883 y junio de 1884, cuando también estaban en aquella ciudad su esposa y su hijo. Fue aquel para Martí, estoy seguro, uno de los escasos períodos que tuvo de estabilidad de vida de familia. Y si alguien duda de ese amor mutuo, lea lo que escribió a su amigo de siempre, Fermín Valdés-Domínguez, tras la muerte de su padre en febrero de 1887.

“Mi padre acaba de morir y gran parte de mí con él. Tú no sabes cómo llegué a quererlo luego que conocí, bajo su humilde exterior, toda la entereza y hermosura de su alma”.

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