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Instrumentum vocale

4 de abril de 2014

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gato y paloma copia (Small)

Celebrar un tiempo ido, una práctica o las estrategias que nos fueron válidas y seguras desde siglos, no es necesariamente signo de que estamos llegando a la edad en la que el pasado borra su tragedia y adquiere la resonancia de una Edad de Oro. No necesariamente la vejez viene acompañada de la nostalgia ni la juventud es una fuerza renovadora por sí y en sí misma.  Los mitos cronológicos se parecen a la bruma o a los crepúsculos y nos hacen penetrar en ficciones, que si bien pueden parecerse al rayo verde – tan explicado por la física- no dejarán por eso de ser espejismos o construcciones que nacen y mueren en las palabras.
Recuerdo con gusto mis años de poner cimientos, que fueron también los de una generación hastiada que escapaba torciendo el verbo hasta cosechar con él frutos de amargo espesor o, por qué negarlo, se ejercitaba destilando fuegos de artificio. Aquella, la nuestra, fue una congregación de artesanos que tuvo que conformarse con la auralidad, es decir, con la publicación oral de sus textos hasta las puertas del siglo XXI, aplastada por el despilfarro de sus antecesores, que malgastaron el erario público; entiéndase que me refiero a las reservas de papel, tinta y paciencia de los lectores, haciendo publicar en ediciones milenarias, cuanta palabrería ingeniosa les nacía, muchas veces, en medio de los saraos de la vida literaria, siempre tan narcotizada y tan parecida a las inútiles gesticulaciones, que pretendían sustituir al amanuense o al monje que es el poeta, cuya cuota de discreción y  ascetismo deploraban, procurando sustituir estas por maneras excesivas y explosivas, tan del agrado de los nuevos mecenazgos que pretendieron “colectivizar” el espíritu y sus obras, más terminaron rindiéndose en simulaciones o “ buenas intenciones”, como aquella que proponía suplantar los soliloquios, e incluso los verdaderos coloquios, apropiándose de conversaciones aparentes.
Los poetas-lectores hicieron, obligados por la circunstancia, un viaje para el que no estaban preparados. Si hubiesen sido lectores atentos de Isidoro de Sevilla se ahorrarían tanta oreja sufrida o tanto sueño sobrevenido. Aquellos “producían una copia vocal” de sus textos, como los actores, olvidando que su oficio, al menos en el momento de la lectura, debía asumir los códigos orales, no los de la escritura. Pero era difícil hacer esos tránsitos, sabiendo que mi colegas estaban necesitados de papel, y que, esencialmente, intentaban sustituirlo con un sonsonete que despojaba a la lectura de su armonía, remedando una “voz lectora interior”, que es dirigida por los mandatos del ojo, no por los de la lengua, y que no llegaba a satisfacer las expectativas, no ya las necesidades, de seres humanos a los que se les había ofrecido algo que nunca llegaba a concretarse.
Si usted, por obra del destino o la casualidad, podía seguir la lectura de uno de aquellos poemas – porque tuviese, en suerte, una copia mecanuscrita o  el manuscrito, corregido, ampliado y emborronado, por su autor-, enseguida descubría que este, convertido en interprete de sí mismo, intentaba además, hacer “ver” la disposición, el diseño, la huella y la marca del verso sobre la página. Por eso iba leyendo línea a línea, haciendo aspiraciones o extensiones de los finales de sílaba y en los silencios, de modo que el público pudiese reproducir, in mentis, una estructura visual, gráfica, que era la que su autor-interprete tenía por auténtica. La “copia sonora” era un  texto, en cierta medida, apócrifo, o al menos, un texto en hibernación, temporario, que esperaba el milagro de la llegada de los vientos propicios que lo liberarían de la maldición vocal y lo situarían, definitivamente, en el ara de las bendiciones, es decir, lo convertiría en Escritura. Sagrada y sacralizante. Eterna y única fuente de verdad y trascendencia.
Sin embargo, al ignorar el talante musical y oral del poema, perdimos la oportunidad de regresarlo a espacios que le eran propios. La Poesía sigue recluida en  papeles, que pocos leen, y que está condenada a habitar, de manera efímera, preferiblemente en los ojos de otros colegas, si es que son generosos, pues la mayoría de ellos, o de nosotros, lo que andábamos buscando es la propia letra, encarnada en grafía ajena. Intentamos ver como en un espejo. Vernos.
En un texto antiquísimo, “De escclesiasticis officiis”, del ya mencionado Isidoro, estaban las claves. Pero no era recomendable, ni apetecible, para los púberes de entonces el encuentro con tales densidades. Sin embargo aquel autor del siglo VII podría habernos indicado la necesidad que teníamos al leer de conocer la materia en cuestión, él diría “ser versado en la doctrina y los libros”, o nos hubiese recomendado conocer los significados y las palabras, evitando que alguno confundiera un venablo con un venado. El sevillano, además, nos hubiese instruido en la técnica de la expresión oral, como camino para que los que escucharan nuestros textos pudieran comprenderlos, dando por sobreentendido, que tal operación debería ser obra de la mente y de los sentimientos.
Pero era difícil leer a tal autor, viejísimo, además de complicado, pues no teníamos el entrenamiento preciso, ni los tiempos recomendaban atender a un clérigo, que en principio, se dirigía a los lectores que servían en la Sagrada Liturgia, que , en los años setenta y ochenta del siglo XX cubano, estaba esencialmente destinada a los ancianos.
Podría parecer que me amarga la remembranza. Más no es así. Ese tiempo de todos, mío, fue en el que fabricamos o el que nos tocó o el que nos fue permitido vivir y escanciar. Lo veo como mi tiempo inaugural, como el que me permite descubrir el origen y la trama de quién soy, y, lo que es más complejo y perdidizo, me facilita la meditación sobre el que seré o sobre su posibilidad.
Quiero ser leído por el lector más diestro, quiero ser encontrado como un texto perdido. Quiero ser lo que silba y murmura. Más para eso, tal parece, que todo conduce a un único lector, el Solo, cuyo encuentro se ensaya en las lecturas que hacemos para los oídos próximos, prójimos.

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