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Hipólito Garneray

27 de diciembre de 2017

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Durante el siglo XIX el grabado alcanzó en Cuba un sorprendente desarrollo que se inicia en la primera mitad de la centuria y tiene entre sus representantes más distinguidos a varios extranjeros avecindados en la Isla. Los especialistas concuerdan en que de entre todos aquellos grabadores ninguno alcanzó el relieve del francés Hipólito Garneray.

El padre de Hipólito, Juan Francisco Garneray, fue también artista, uno de los discípulos del maestro David. Y señalemos además que fueron varios sus hermanos, también pintores, por lo que a veces suele confundirse a unos con otros, no solo en cuanto a nombres, sino también respecto a sus datos biográficos.

Hipólito Garneray, quien nos concierne, vivió en Cuba entre 1823 y 1824, por lo que su estancia fue relativamente breve, si bien significativa, tanto para él como para la historia de las artes en Cuba. Se sabe además que en el país casó, en la Iglesia del Santo Cristo del Buen Viaje, con la también francesa María Luisa Dubois.

Después de abandonar la Isla, Garneray editó en Francia los apuntes tomados en La Habana. Se trata de una serie de aguatintas y de litografías que en la opinión del crítico y Jorge Rigol “se cuentan entre los grabados más notables realizados sobre tema cubano en el siglo XIX”.

Los motivos de tales grabados incluyen estampas de la Plaza Vieja, la Alameda de Paula, el Paseo de Extramuros, la Plaza de Armas. Son obras de acento costumbrista, que marcan pautas para quienes luego habrán de continuar la línea del grabado en lo que resta del siglo.

También como documentos de la época son válidos los grabados de Garneray. Recogen las escenas de la vida cotidiana, los modos de vestir, la apariencia de las figuras, los lugares preferidos por los habaneros para sus paseos, todo ello con la gracia y la frescura que el buril de un maestro sabe impregnar y deja como el más trascendente de sus legados.

Otro de los méritos de Garneray radica en su ojo observador, casi de descubridor, cual se percibe en la representación de las frutas del país, de los oficios y los tipos que los representan, de los campesinos y de los paseantes, de los cocheros y yerberos, de los niños, los deambulantes, y hasta las muy típicas desrizadoras de pelo que ambientaban la capital.

“El más artista de cuantos grabadores nos visitaron en el siglo XIX y dejaron de Cuba su personal versión gráfica”, escribió de él Guillermo Sánchez. No es poco decir para un personaje bastante olvidado.

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