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Gol en la puerta

21 de junio de 2014

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Sintió el golpe, la caída de los cristales. Lo sabía. Lo sabía. Lo presintió cuando vio a los adolescentes jugando fútbol en la estrecha calle. Antes que pensar en el revoltijo de cristales por recoger, agradeció que el perro estuviera en el patio. Si no, el pobre animal y sus patas heridas. A los ochenta años, el paso es lento. Al llegar a la ventana, desaparecidos los deportistas. Todos eran conocidos. Algunos vistos nacer y crecer en el barrio. Otros venidos en las nuevas mudadas. Llamaría a las familias.
En varias casas retumbó el teléfono. Nadie contestó. Quienes respondieron, ni siquiera habían sentido el estruendo y sus muchachos andaban “por no sabían dónde”. La anciana se contuvo.
Recogería los pedazos con el método heredado de la madre. Un papel mojado en el piso y con la escoba empujaría los vidrios. El dolor la acompañó al agacharse. Lo soportó, no así el correr de las ideas. Ante de sus palabras, el viejo al abrir la cerca, se toparía con el hueco. Y posiblemente el intento de balón estaría en el jardín. El balón mágico sin dueño seguramente. El viejo y su corazón estropeado. La toma de las tabletas, la desaparición de la sal de la mesa, la disminución de la grasa animal en las comidas, las caminatas, se podían controlar. Los disgustos, no. Traspasaban la cerca y caían sobre uno. Los médicos lo sabían y bajaban la cabeza si el enfermo hacía referencia a los encontronazos con el simple hecho de vivir o tratar de vivir.
Aquellos futbolistas que corrían y corrían por la pantalla del televisor nunca sabrían del juego peligroso a que ella se enfrentaría dentro de unos minutos. Conocía a su viejo. Junto a la boronilla de vidrios, estaría la impotencia crecida al impulso de los años y los músculos flácidos. Era un árbitro que todavía exigía la justicia. No asimilaba que con su espalda encorvada, y las manos temblorosas, solo podía implorarla.
A sus ojos vencidos se le escapaban los diminutos vidrios. Sabiéndolo, con la escoba ampliaba el radio de acción. El dolor de la cintura arreció en el gesto de recoger el destrozo. Por el vacío dejado por el cristal despedazado, entraba la luz. ¿Cuánto costaría tapar esa luz? Si la familia de los adolescentes causantes no respondían, en respuesta justa y solidaria, podrían acudir a la ley.
Desde el patio, el ladrido del perro. El viejo estaba cerca. Era capaz de olfatearlo desde la llegada a la esquina. Y recordó otro perro, el cachorro de aquella niña. Era de unos vecinos que llevaron a otros al juez. Les rompieron la cerca y por las honradas, no pagaron el arreglo. Los primeros ganaron, pero la niña de la casa lloró y lloró porque los alaridos de su cachorro con el vidrio molido por dentro, partían el alma. Agarrada todavía a la escoba delatora, compuso el rostro con una sonrisa tranquila. Suponía que no estarían solos, alguien los acompañaría en el justo reclamo. Trataría de impregnar a su viejo de este aliento esperanzador. Si no, un pedazo de vidrio nunca valdría más que ese perro desesperado por saludar al amo.

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