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Foujita

28 de junio de 2013

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La Virgen y el niño, obra de Foujita

La obra del pintor japonés Foujita fue una revelación para Europa en el decenio del 20 del pasado siglo XX. El cubano Alejo Carpentier, corresponsal de la revista Social en Francia, escribió sobre él y sobre cuánto de atractivo hallaron los europeos en su obra y su personalidad. Véase este fragmento, aparecido en la citada revista, en noviembre de 1927:
“Los lienzos anacarados, sutilísimos, maravillosamente elegantes, de Foujita, el japonés montparnassiano, causaron la admiración general”.
Sensación similar provocó el artista en su recorrido por varios países del continente americano, y en particular en La Habana, donde se detuvo y expuso en 1932. Puede asegurarse que nunca antes —y posiblemente nunca después— un artista de la  Tierra de Sol Naciente causó tanto revuelo con su presencia en el país, ni siquiera los muy populares samurais del cinematógrafo, con sus espectaculares saltos,  caídas y demás proezas.
Tsuguharu Foujita, tal era su nombre, nació en Tokio en 1886 e hizo estudios en la Universidad de Bellas Artes de Tokio y en París, adonde arribó en 1913. Cuatro años después presentó su primera exposición individual y comenzó a ser noticia. En su país, se le nombra en 1924 miembro de la Academia de Artes de Tokio, aunque no regresará a Japón sino varios años después, al cabo de haber ganado renombre en Europa.
Cuarenta y seis años cuenta al desembarcar en La Habana, el 28 de octubre de 1932. Se aloja en el hotel Plaza y lo acompaña su esposa, la francesa Madeleine. Llega invitado por sus amigos cubanos, entre los que se citan el escritor Alejo Carpentier, el caricaturista Conrado Massaguer, el pintor Antonio Gattorno y el escultor Juan José Sicre.
La exposición de sus obras —un total de 33 dibujos y pinturas— tuvo por sede el Lyceum del Vedado capitalino y se inauguró el  9 de noviembre, con gran expectación. El doctor Jorge Mañach pronunció las palabras de apertura, ocasión en que expresó:
“En lo meramente plástico, el arte de Foujita nos da una lección de precisión y de frugalidad, de elegancia y de delicadeza. Mas, por encima de eso, apunta a la solución más apetecible del gran problema de nuestra cultura. Representa un ejemplo de cómo es posible adecuarse a lo ajeno sin desertar de lo propio; crearse un modo internacional de expresión sin renunciar a los elementos vernáculos de naturaleza y de cultura, antes bien aportándolos, como nuestro caudal de originalidad, al fondo común de expresión con que los hombres procuran entenderse y hermanarse”.
Murió en Zurich, Suiza, en 1968.

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