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Filmes contra Alzheimer

23 de noviembre de 2013

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El sonido de la marimba le paralizó el gesto. Conectó el radio para comprobar la hora y en lugar de servirla, le trajo un anuncio lacerante. De regreso, el Festival de Cine. Anunciaban las numerosas propuestas y… En el aire, la voz cortada del locutor. Ni siquiera, apretó el botón del silencio. Rabiosa, arrancó el cable de la electricidad. Los sollozos la ahogaban. Solo encontró la paz después de minutos de un llanto emparentado con el grito.
Apenas sesenta años cumplidos y casi diez dedicados al Alzheimer. Porque esa mujer de furias repentinas y defecación incontrolable, no era su madre. Era un Alzheimer. Un ser traspolado de otro planeta como aquel Alien que una noche de cine, la asustó a ella y a la madre desaparecida.
Llegó al baño. Un poco de agua en la cara le vendría bien. El desencajado rostro del espejo la invitó a otra tanda de llanto. El timbre del teléfono la ayudó a contenerse.
El hermano preguntaba por la madre. El continuaba llamándola mamá porque no convivía con el Alzheimer. Cuando la visitaba la encontraba limpia y hasta olorosa. Los ojos huidizos y los gruñidos no lo asustaban. Dejaba dinero y marchaba con la conciencia tranquila.
La cuidadora no atendía a las palabras. El sonido de la marimba le retumbaba en los oídos. Montó su voz sobre la otra voz: “Quiero asistir al Festival de Cine”. Silencio. “Hermana, ¿estás bien?”. “Quiero asistir al Festival de Cine”. La oración, repetida y repetida ante las indagaciones del otro. La decisión en un tono fuerte, imperativo.
A la mañana siguiente, dejó al Alzheimer solo y compró las entradas al Festival. Regresó y llamó a la esposa del hermano: “Tengo las entradas al Festival. Ustedes vendrán para aquí en esos días”. No dijo más. Tampoco esperó la respuesta.
Durante la semana, el ritmo habitual. La madre, alimentada, lavada, cuidada hasta el extremo. Sostenida ella esos días por la mirada puesta en las entradas a la vista en el tocador. Apenas dormía en las noches, los gruñidos en reclamo, la mantenían en un sopor alerta. Pero en cada abrir de ojos, primero miraba las entradas y después al Alzheimer.
Al azar escogió los filmes que vería. Estaba desactualizada de títulos, directores y guionistas reconocidos en los últimos diez años. Ella, la que situó en este arte su afición preferida.
Entre las soñolencias del Alzheimer buscó en el escaparate la ropa apropiada. No importaba la moda atrasada. Las telas caían en un cuerpo adelgazado, empezado a encorvar por el peso del Alzheimer al cargarlo, trasladarlo de la cama al sillón, conducirlo al balcón para que recibiera al sol.
Esa mañana, llamó al hermano. “Esta tarde iré al cine. La dejaré sola”. Bañada, vestida, hasta peinada. Sin perfume. Todos los perfumes evaporizados en los pomos guardados. Lista para salir, sea como sea. Al mirar al Alzheimer, la imagen le rebotó en el 3 D de la memoria. Ella y el Alzheimer cuando era madre, juntas en aquel pequeño cine de la calle San Rafael y los muñequitos de Disney en la pantalla. Permaneció sentada, en espera de su propio Alzheimer.

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