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Felizmente, una historia antigua

11 de abril de 2022

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jaronu_copy_580x350Este sillón lo movía el sol. Paseaba por la pequeña habitación, siguiendo las órdenes de él. La anciana nunca lo supo o no quiso saberlo. El gusto de verlo salir en la madrugada y esconderse después cuando las casitas bajas no lo molestaban, se le quedó grabado entre los recuerdos negados a recordar. En la tarde, le movían el sillón hacia la mesita en que estaba la foto de él y el sol antes de despedirse por ese día, les daba a los dos. A ella, empequeñecida por los años y a él, radiante, en la juventud cuidada y encerrada en el marco.
La anciana trató siempre de olvidar el pasado. Pero este le venía y le dejaba un sabor agridulce. Por un lado la vergüenza caída sobre ella y que él cargó en sus hombros. Y por el otro, la certeza de sentirse adorada por encima del desprecio del batey. Y cuando el sol caía en la fotografía, le parecía que él revivía para adorarla. Y revivía aquellos días desde el principio, cuando juntos iban a la escuelita del batey.
En aquel niño se notó la preferencia por ella. Las compañeritas se burlaban de él. Decían que ponía cara de bobo cuando la miraba. Y después con lo ocurrido, por culpa de ella y del amor que le profesó siempre, se le quedó el apellido de bobo entre los conocidos de la infancia.
Después de tanto olvido, la imagen de aquel hombre le regresaba en la vejez. Aquel yanqui llegó al batey para instalar unas máquinas nuevas en el central. Era alto, fuerte y rubio como los artistas de las películas en colores. Hablaba un español cómico, pero se entendía bien. Y él se dio a caminar por el batey y alborotar a todas las muchachitas. Si se enamorara de una y se la llevara a esos lugares lindos de las películas, soñaban juntas. Al igual que todos los jóvenes del batey, el yanqui se fijó en ella. Un día cuando iba a las clases de costura en la noche, le habló. En mala hora le contestó y así comenzó el romance en aquel batey de noches sin electricidad. Él le prometió que hablaría con su padre cuando terminara la zafra. Pero se fue antes del final. Y en el billar, entre las cervezas de despedida contó a los jefes del central lo del romance con la de los ojos verdes. Y contó mentiras de lo que pasó entre ellos porque ella nunca cedió completa. En la madrugada él se fue y en la mañana las mujeres de los jefes lo contaban a las criaditas de sus casas. Esa tarde el padre llegó y la haló por el pelo y la arrastró y le dio golpes y cintazos hasta que se desmayó. Más que los golpes le dolió el insulto de los hermanos y el silencio de la madre.
Una tarde llegó él para hablar con el padre. Hablaron largo. En la casa de él tampoco la querían. Así que él traería al notario y después del casamiento, con todos los papeles en la mano, se irían para La Habana. Nadie le preguntó a ella, pero siempre sería lo mejor. Y junto a él marchó para lo incierto y nunca regresó al batey.
Ella ya sabía de costura y él era un buen aprendiz de carpintero. Trabajaron duro. Y del cuarto en el solar, pasaron al apartamento ganado y después a la casa, esta casa de nietas casadas, divorciadas, ajuntadas sin que nadie las golpee y las señale con el dedo.

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