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Evocación de María de los Ángeles Santana (VI)

25 de octubre de 2021

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“María…nombre sagrado de virgen… / De los Ángeles…justificado por su exquisitez y dulzura. / Santana: nombre de «Santa» y de mi madre «santa»." Félix B. Caignet

“María…nombre sagrado de virgen… / De los Ángeles…justificado por su exquisitez y dulzura. / Santana: nombre de «Santa» y de mi madre «santa».” Félix B. Caignet

 

En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011— continuamos hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999,  Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.

Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».

 

Uno de los mayores encantos que siempre ha tenido Mary, además del de su rica y variada conversación, es el de dar movilidad a todo en su entorno. No hay un día —y que no parezca esto exagerado— que no cambie los muebles, plantas y adornos en casa. “Es que un poco de desorden siempre viene bien para despertar la imaginaciónˮ. De tanto escuchar este bocadillo, en ocasiones  me ha resultado difícil discernir si es de su cosecha o tomado de algunos de esos personajes interpretados en la escena y que tanto se le parecen en el hogar. Incluso, después del infausto accidente de cadera que en 1981 la alejó un par de años de las tablas –mientras representaba exitosamente Una casa ,colonial– se las ingenia  hoy día, pese a su avanzada edad, para rodar armarios, butacones, ubicar cortinas donde había puertas y trastocar deliciosamente el orden de los cuadros en un metro de pared, ante el estupor de mi tío quien se suele sentir perdido –¡casi ultrajado!- y fuera de sus predios.

Queda hablar de Una casa colonial, la obra de Nicolás Dorr, que dirigiera su hermano Nelson. Habían pasado los años  y  mis vínculos con ella ya no eran los de aquel niño ocasional, sino casi los de un hijo, un joven veinteañero que convivía con ellos en casa. Me iniciaba ya en el periodismo haciendo mis pininos en Tribuna de La Habana y concluía mi carrera, cuando, por primera vez,  se fusionaron vida y profesional y familiar.

Después de once años, la Santana volvía a las tablas. Era una ausencia lamentable, propiciada por esquemáticos mecanismos que repartían, arbitrariamente, a los artistas en uno u otro medio expresivo, restándoles así posibilidades profesionales y el encuentro con su público. El anhelado debut superó con creces todas las expectativas: crónicas, entrevistas, comentarios en tv, una adaptación posterior de Miguel Torres al cine –mi tía solo ha protagonizado dos filmes en estas cuatro décadas (el otro es La vida en rosa, de Rolando Díaz), pese a haber sido pionera en el cine cubano!-, y las rabietas del celoso Nicolás cada vez que la Santana, como verdadera especialista que es en incluir graciosas morcillas, le cambiaba –para regocijo del público y de sus sorprendidos colegas- el mínimo parlamento de su obra.

Una casa colonial fue el inicio de mi madurez, sobre todo porque me permitió aquilatar de veras lo que es el mundo de la escena, la naturaleza humana y el conocido lema de los norteamericanos The show must gone. Después de esta

puesta en escena, supe  para siempre que, cuando termina un espectáculo -y vienen los consabidos saludos, aplausos, flores, telones, que el público suele suponer llenos de sentimiento y autenticidad- en verdad nada ha concluido, la función sigue, incluso en la calle, hasta más allá del teatro. Dondequiera que haya directores y artistas, no podrá ser de otra manera.

En pleno éxito, mi tía sufrió una fractura de cadera, que le fue operada de urgencia por Martínez Páez en el Hospital Ortopédico. Repuesta a los pocos días, con su envidiable salud de hierro, se marchó con tío al balneario de Elguea para descansar del irritante teléfono y el timbre de la puerta que ya en casa no nos dejaban ni respirar. Quiso el azar que allí sufriera otra caída, el clavo se desplazara de su sitio y fuera necesario intervenirla nuevamente, esta vez con mayor riesgo para su locomoción.

Nunca olvidaré aquel fin de año de 1981-1982, que pasamos abrazados, llorosos y tomando sidra en la sala del hospital junto a los amigos Sarita y Carbonell, a quienes conocieran durante un viaje por Europa del Este, nunca más lo olvidaré!. El  futuro artístico se veía incierto y para una persona de edad avanzada (entonces Mary tenía 67 años) quizás significaba no volver a caminar. Mi tío estaba algo fúnebre, pesimista, y era lógico dado su ilimitado amor por ella. Pero la Santana nunca perdió el ánimo, ni aun viéndose enyesada desde el vientre hasta las rodillas y con una barra que le abría en  A las piernas. Era el humor, la alegría y la esperanza de cuantos pacientes y pacientes la visitaban en el hospital.

Creo que, sin saberlo, intuía el gran secreto de la curación: una sonrisa, una palabra amable, una frase de esperanza, a veces tienen mejor efecto que los mejores y más sofisticados  medicamentos. Es sabido que honrar honra y hacer el bien dignifica con creces al que lo hace. Alentando a los demás pacientes, que iban a contarle sus cuitas con piernas mutiladas, llenas de clavos y enseres más impresionantes y de la peor especie, ella recibía fuerzas de lo más profundo de sí, fuerzas que, generosa, compartía con los otros.

Recuerdo un par de anécdotas que mi tía luego rememoraba divertida. En una oportunidad le llevaron a una niña de brazos para que la conociera, como si fueras la Madre Teresa de Calcuta, el Dalai Lama, Juan Pablo II o alguna especie de santidad semejante. “iMírala ahí, mi niña. Es ella. Mírala ahí!ˮ, decía la buena señora que, muy emocionada, cargaba a la pequeña.

La chiquilla miró, atentamente, el rostro demacrado de la Santana, el cabello cano cayéndole sobre los hombros, sus acentuadas ojeras -en aquel hospital no la dejaban dormir de tantas atenciones y amor que le prodigaban médicos, enfermeras, visitantes y pacientes- y todo aquel andamiaje en que estaba sumergida como un extraterrestre y, sin duda alguna, la impresionada niña habrá pensado lo peor, pues prorrumpió a gritar a voz en cuello: “¡Nooooooo, noooooo!ˮ y a llorar como si hubiera visto al mismísimo Diablo, ante el estupor de cuantos a diario atendían el cuarto de mi tía.

Otra vez vino a verla una señora mayor con una extraña erupción que circundaba su boca y pretendía acercarse a besar a su actriz predilecta, idolatrada, según refirió, desde  hacía más de 90 años… Solo me bastó una mirada de los ojos dorados de la Santana para darme cuenta de que algo especial iba a ocurrir. ¡Una de las mejores actuaciones de su vida! Mi tía exhaló un gemido, puso los ojos en blanco y volviéndose hacia una pared salvadora, su cabeza cayó flácida sobre los hombros.

-¡Discúlpela, señora –intervine oportuno actuando a mi vez. Es que por la mañana le hicieron muchas pruebas de sangre y seguramente está muy débil y ha sufrido un desmayo!

Cuando hubo pasado el peligro, Mary, jocosa, con los ojos más brillantes que nunca, solo me dijo:

-Resulta que cuando ella era niña y me vio actuar, ya yo era una actriz conocida, ¡Eso fue hace más de noventa años, según dijo! ¡Así que yo debo estar en los 200! -en realidad la Santana siempre ha confesado su edad y es enemiga declarada de afeites, tintes y cirugías estéticas.

Y luego agregó:

-¡Ah! ¡Gracias por tu oportuna ayuda. Tienes una A por otorgamiento!

-A lo que solo cabía responderle:

¡Y tú, cuando actúas, siempre estás más allá de toda evaluación!

Pero después vendría lo triste, la verdadera lección. Una casa colonial se puso

en el Festival de Teatro de 1982, en La Habana, el que yo cubría como crítico que era entonces. En aquella puesta que inútilmente trataba de protagonizar otra artista tan querida como Eloísa Álvarez Guedes -quien sin duda alguna estaba fuera de aquel rol-  descubrí que nunca más podría confiar en el mundo del espectáculo, que todo, antes y después de la obra, es pura ficción, el más absoluto fingimiento, una mezcla de intereses creados. Todos aquellos que antes en la escena aplaudían, cargaban, vitoreaban, felicitaban y llenaban de flores o elogios a mi tía, hacían lo mismo con la pobre Eloísa, más perdida que nunca en un papel.  ¡El espectáculo debía continuar! Ese día lo decidí: pese a que desde mi adolescencia me inclinaba por la escena, había escrito varias obritas de dudosa calidad que representaba con los niños del barrio y a que el teatro me fascinaba hasta el punto de ver dos obras diarias en tiempos normales, aquel no sería mi mundo. Prefería, con todo el más sincero y menos efímero -aunque solitario, según Hemingway- oficio de los libros.

(CONTINUARÁ…)

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