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Evocación de María de los Ángeles Santana (IV)

7 de octubre de 2021

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¡María…María de Cuba! / María… María del mundo. / Pongo a tus pies, reverente, / mi amor más hondo y profundo. Germán Pinelli

¡María…María de Cuba! / María… María del mundo. / Pongo a tus pies, reverente, / mi amor más hondo y profundo. (Germán Pinelli)

 

En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011— continuamos hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999,  Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.

Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».

 

En Varadero y de la mano de la Santana ocurrió algo verdaderamente importante en mi vida. Un día me llevó con no de los salvavidas de goma, que previsoriamente  me dieran en mi casa, hasta una plataforma de madera que flotaba en el medio del mar, allá desde donde la playa se veía lejana, pequeñita. Yo estaba cansado de agitar los brazos y seguirla, pues siempre ha nadando muy rítmicamente, a gran velocidad. Descansamos un momento, conversamos del mar, de la negra y fría profundidad que se abría allá abajo y del posible cometido de unos enormes perrazos negros que se instalaron de repente junto a nosotros. Les acompañaba un joven salvavidas  que dialogaba animadamente con mi tía. Me había quitado el artefacto aquel de goma amarilla para estar más cómodo y mi tía lo desinfló, asegurando, de manera categórica y casi teatral, que ya no lo iba a necesitar nunca más en el resto de mi vida. De pronto, sin pensarlo dos veces, ella se tiró a nadar hacia la costa.

-¡Mary! –la llamé comenzando a preocuparme, pues siempre he tenido como una especie de aviso dentro de mí, que me anuncia cuando las personas van a hacer algo que yo no esperaba o me desagrada. ¿Y yo qué hago?

-¡Tú vienes nadando, como yo te enseñé, agitando despacio y rítmicamente las piernas y brazos, y sigues, sin ahogarte, detrás de mí!

-¡Pero yo no sé nadar!

-¡Aprenderás!

-¿Y si me ahogo, qué le van a decir a mi mamá? -traté de hacerla razonar.

-¡Kike, te vas a ahogar! ¡Anda, a nadar!

Sin pensarlo dos veces y encomendándome no sé a quién –quizás a esa conciencia remota o aquel otro yo que siempre viaja dentro de los niños desde que son pequeños- me lancé a las aguas, tragué un poco de la sacudida, pero venciendo el miedo fui nadando rítmicamente.

Pero me cansaba, además el fantasma del asma siempre me perseguía el hacer un esfuerzo físico superior a mis capacidades. Mis movimientos se hicieron más agitados, pero inefectivos, comencé a ponerme nervioso y Mary, allá lejos nadando imperturbable. Entonces comencé a gritar, a tragar agua, a hundirme.

Pero alguien me agarró con suavidad por los hombros. Eran los perros.

No sabía bien qué resultaba peor, si ahogarme o sentir en mis hombros entre los dientes de aquellos pastores alemanes que tan diestramente me sacaban a flote. Cuando forcejeaba un poco con ellos, me dejaban libre; al ver que me hundían, volvían a tomarme. Siempre se mantenían cerca de mí, y, nadando hacia la costa, mi tía me decía: -¡Confía, Kike, no tengas miedo!

De pronto sentí que yo flotaba libremente, que no me cansaba, que, poco a poco, vencía la fuerza de la corriente. ¡Ya tenía algo nuevo que contar en casa!

Con ellos siempre fue la aventura. Creo que en buena medida a ambos les debo la dosis de rebeldía y anticonvencionalismo que alienta en mi temperamento. Mi tía me enseñó que, pese a ser una gran artista, uno puede conducirse como la persona más sencilla y humana del mundo, hablar con cualquiera y no maravillarse ante el descubrimiento cotidiano de cuanto puede significar para la gente común una figura tan pública como lo ha sido ella.

Quien la ha conocido en su bien guardada intimidad, puede atestigua de una mujer toda energía contagiosa, apacible si no la molestan, amante de la lectura

-es capaz de devorar montones de páginas de libros y libretos en una noche-, de las plantas que cultiva con  acierto (tiene pulgares verdes para sembrar desde un clavel hasta una mata de fruta bomba), de andar con viejas, pero cómodas ropas, que en ocasiones ella misma se confecciona.  El oropel de las vedettes -las joyas, las pieles, que obviamente estuvieron muy presentes a lo largo de su vida, más bien eran inherentes tratándose de una figura que alternó la comedia musical con el vodevil, el cabaré, la zarzuela, etc.- nunca  hicieron mella en la esencia real de su personalidad. En realidad, en más de una ocasión la veía, desde muy niño, surtir los roperos del ICRT con trajes, plumas, collares y sombreros que donaba desinteresadamente.

Si la Santana lo hubiera deseado, hubiera podido ser una excelente escritora. De hecho, sus cartas, dedicatorias y aforismos así bien lo demuestran. Su imaginación desbordante, su gran cultura (sin vanos afanes eruditos) y su prodigiosa y bien ejercitada memoria –que le ha posibilitado hacer casi al unísono un programa semanal de televisión, un drama, novelas radiales y llevar a la voz cantante en un show o una puesta teatral- le hubieran permitido convertirse en una tremenda cronista. Los genes artísticos estuvieron desde siempre en su familia -con orígenes vascos  y canarios por la otra rama-, pues su padre, Santiago, el médico, fue un excelente pintor y todavía lo atestiguan dos  tres lienzos que hay en la casa; su tío Miguel era un magnífico cantor y guitarrero y Josefina, su hermana Checha, un ser de esos con el sentido del humor nato y un juicio inapreciable a la hora de evaluar cualquier obra artística. ¡Mientras viva, nunca podré olvidar las agradables y hogareñas veladas que nos pasábamos juntos Mary, la Checha y yo, sentados frente a la tv,  divirtiéndonos a mandíbula batiente ante tanto programa trivial y frase hueca que siempre se han presentado en los medios. En ocasiones, viendo a alguna animadora o locutora semidisfrazada en pantalla, con su agudeza e ingenio habitual, la Santana decía algo que ya se me antoja antológico: “¡Ay, a estas mujeres las debe vestir y maquillar su peor enemigo!ˮ

 

(continuará…)

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