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Erotismo acumulado

31 de enero de 2015

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ancianos_besoEsa mujer le avivó los deseos desde los primeros días de la mudada al barrio. Andaba ya por los treinta al igual que él. Un cuerpo al gusto de la época y un rostro común con el destaque de cierta ingenuidad mantenida a pesar de la compañía de dos inquietos hijos, llevados día por día a la escuela. Después, marchaba a la cola del ómnibus que por desgracia no era el de él y así se le alejaba la posibilidad de la conversación. En el regreso de la tarde, no coincidían. Quedaba perdida entre aquellos apartamentos iguales al ocupado por él, mujer e hijos. Era de esas mujeres llamadas de dos turnos de trabajo porque por la noche, desaparecía dentro de las cazuelas. Nuevo en el barrio, tardó en averiguar nombre, estado civil y estadísticas morales. “No te metas, compay, es casada y una mujer decente”. Bajo esa categoría, había conocido y conocería a otras que lo acompañaron a posadas lejanas y y ni una piedra les rayó la moral porque nunca divulgó sus conquistas ni ahora cuando junto a otros viejos, revivían aventuras ciertas, recreadas o inventadas. Y le seguía gustando.
La vio cambiar de color de pelo cuando las primeras canas aparecieron y lo peor, le detectó la grasa que le anchaba la cintura cada mes, cada año. Y las primeras arrugas que aún ahora, no conseguían borrarle esa expresión ingenua de muchacha lista para todos los asombros. Y las ganas de asombrarla le aumentaban, aunque ya le disminuían las elevaciones bajo el calzoncillo cuando las imaginaba.
Llegó a conocer al marido. Un tipo callado, de esos tipos mansos de la casa al trabajo y del trabajo a la casa y los domingos con la mujer y los hijos al zoológico, al Parque Lenin o a la tanda del cine si la película era aprobada para menores. Nunca lo oyó discutir siquiera de pelota ni andar por la calle con uno de esos mareítos provocados por los tragos. Posiblemente sería la pareja ideal para esta mujer que por pura educación no pasaba del saludo cortés.
Este marido incoloro nunca notó o no quiso notar las miradas sobre ella. Ella si las tradujo al lenguaje del deseo y rehuía la confrontación por cobardía o por desgano erótico, aunque lo último lo desmentían aquellas caderas de movimiento acompasado al caminar.
Una tarde coincidieron en una guagua. Y él, caballero siempre en los instantes oportunos, la ayudó a bajar. La tomó de la mano, le rozó el brazo, el cuerpo. Ella apreció las secretas intenciones de tal caballerosidad y con un rápido “gracias” se deshizo y su paso acelerado ese día levantó más las nalgas.
Por ahí venía. Gorda, con espejuelos, con esos dientes fabricados igual que los de él. Viuda ella como viudo él, los hijos de ella y los de él, en el extranjero. Dueña ella de un apartamento, dueño él de otro. Solitarios los dos y con vejez afianzada en las remesas. Podían aprovechar el tiempo. La próstata engrandecida molestaba, pero todavía aquello servía. La tenía cerca, esta era una nueva oportunidad. Y le lanzó un piropo atrevido. Detrás de los cristales, los ojos respondieron palabras no dichas por la decente anciana que por dentro se decía que ese viejo seguía con la peste a cigarro que tanto la asqueaba desde la juventud.

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