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Entre marido y mujer…

18 de junio de 2022

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borracho-felizA ella la señalaron primero con el dedo. Aquello de que en las peleas entre un marido y su mujer, nadie se debe meter ha cerrado ojos y oídos y también las puertas de la ayuda. Le pedían, casi le exigían que lo perdonara, que lo sobrellevara porque era un buen hombre. Solo que… le gustaba beber un poco. Para aquella mujer el vocablo “un poco” cambió su significado con el paso de los años. En su primer embarazo, el recién inaugurado esposo casado y bendecido por los hombres y la iglesia, olía a cerveza, tomada a la salida de la fábrica mientras jugaban al cubilete en uno de los bares del barrio. Olía a sábado de dominó en que la fría se cambiaría después por el ron. Ese ron gustado por nuevos vecinos que en lugar de adaptarse a las costumbres de aquel barrio de obreros, trasladaban sus vicios personales. Y en los solitarios y llorosos días que vendrían después, ella los designaría con la fecha del inicio de las borracheras.
El segundo embarazo trajo al segundo varón. A él le gustaban los niños y era cariñoso con ellos. Él era un buen mecánico que lo mismo arreglaba uno de esos camiones enormes que ya el hijo mayor repetía cuando los veía pasar por la avenida que ese lo había arreglado su padre, que el Lada que un vecino le traía y así ganaba unos pesos adicionales. Tal vez, ella quería todavía pensar lo mejor de él; su marido suponía que dedicándose a los arreglos particulares, ganaría más que en la fábrica. Y primero empezó a faltar para buscarse los otros pesos, pero después faltaba por otra causa.
Y empezó la bebedera diaria Y empezaron también los disgustos diarios. Todavía tenía el valor de prometer que no se reuniría más con los borrachos del barrio y en nombre de esa promesa, ella se dejó el embarazo que trajo por fin a la hembra, pero que trajo también en esos días, las primeras amonestaciones en su trabajo hasta el despido final y la pérdida de los trabajitos particulares.
Y el comienzo de sus gritos amenazadores se unían a los de la pequeña asustada por el alboroto. Ya en la mirada del hermano mayor, aparecía el desprecio hacia ese padre apestoso a ron que ya no daba dinero para mantener la casa y obligaba a la madre a limpiar la de los nuevos ricos que iban surgiendo en el barrio. El muchacho empezaba a sufrir las burlas de los compañeros que veían el paso tambaleante del progenitor al regreso nocturno de su reunión con los borrachos. El muchacho comenzó a despreciar al progenitor y unirse más a la madre.
Años después, cuando vino la psiquiatra a hablar con la madre y explicarle que aquel vicio era una enfermedad y que la familia debía ayudar al viejo, desgastado por el tiempo y el alcohol, el hijo mayor, sostén actual de la familia, saltó indignado. Que fácil era desde afuera juzgar lo que ocurría dentro de las cuatro paredes de una casa. Bastante hacía su madre que le daba un plato de comida y le permitía dormir en el colchón tirado en la cocina. Y en tono airado, le contó a la profesional como la figura de aquel padre que arreglaba las rastras grandes, se fue desmoronando ante sus ojos. Y nadie vino en ayuda de su madre porque entre marido y mujer, nadie se debe meter.

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