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Entre los dos extremos

22 de marzo de 2014

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dos balconesUna voz conocida la llamaba al balcón. Se asomó. Era la vecina del apartamento continuo. Por lo serio del rostro y la entonación baja, supuso la noticia. “La viejita del segundo piso murió en la madrugada”. No se sorprendió. Todos en el edificio lo esperaban. Y contestó con la frase acostumbrada: “Al fin, descansó”. La vecina, especialista en informaciones caseras, la tendría al tanto de los procedimientos funerarios de la familia. Antes, acorde con la hora de la muerte, uno podría calcular la del entierro y las horas en la funeraria. La incineración y los cambios de costumbres perturbaban las predicciones.
En la cocina, se entregó a la tarea prioritaria. Armar la comida de la familia. Frijoles puestos en la olla eléctrica y un pudín de pan descansando en el horno. Los pensamientos se detuvieron en la muerta. La vieron desmoronarse más por la enfermedad que por los años. La de al lado, la llamó “la viejita”. Y era tan vieja como ellas dos. Siempre la vejez preside el cuerpo de los otros, no el propio, pensó. Para los niños y adolescentes del edificio en una misma denominación archivaban a los nacidos en los veintes y hasta en los sesentas. Eran simplemente eso, los viejos.
La figura de la muerta no se le retiraba. La quería recordar en los tiempos en que alegres, preparaban las fiestas en las celebraciones o cuando acompañaban a los hijos a la escuela. Esa imagen se le desdibujaba y venía la última, un cuerpo disminuido en una cama del hospital y un intento de sonrisa en un rostro contraído.
Entró en el baño. Exigía una limpieza general. Aprovecharía que la rodilla derecha no protestaba por el peso y la cintura respondía dócil a los movimientos. Por suerte, la funeraria quedaba a unas doce cuadras. A paso lento, resistiría la caminata. ¿Cuántos muertos tenía ya este edificio? Se le escapaba la cuenta apartamento por apartamento.
Cuando uno es joven y los muertos no son propios, uno los acepta como la cosa más normal de la vida. En la vejez es distinto. Y más cuando el muerto es solo unos años mayor. Es un anuncio anticipado. Una cerca cerrada.
Brillaban los azulejos, gracias al esfuerzo de la mano derecha adolorida. Si los nietos sintieran esa molestia, seguro que no los mancharían con las manos llenas de grasa, pensó. Ella también manchó azulejos cuando no tenía que blanquearlos. Nadie sabe lo que le espera. Es lo mejor.
La voz de la vecina la extrajo de la meditación. Había recuperado la estridencia chillona característica. En el balcón, escuchó la comunicación: “Ya andan en los trámites de la incineración. No quieren gente en la funeraria. Creo que les dijeron que si no están apurados, enviarán la cajita otro día”.
Entró en la cocina. El pudín, perfecto. Antes del tac de la arrocera, el olor avisaba de la cocción.
Otro sonido alto procedía del balcón. La pequeña del otro apartamento la llamaba. Al fin, había aprendido a decir su nombre. Sonrió. La vida continuaba.

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