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Entre gatos, perros y gentes magulladas

1 de julio de 2017

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image34La gata mestiza de ADN irreconocibles duerme plácida en su cojín favorito respetado por todos. Su primogénita y única hija, ya la gata coloreada, fue esterilizada, juega con la cola del vecino animal más antiguo de la casa, un perrazo de raza olvidada hasta por él, pues esas divisiones no existen entre ellos. A la gatica se le va la mano, digo, la pata en la confianza y por su responsabilidad de mantener el orden; el molestado emite un gruñido de advertencia. Bastó ese aviso y la blanquinegra corre hacia la madre, imperturbable en su reposo. Sabe bien que aquel animalote cumple las reglas de convivencia enseñadas también a sus dos hijos legítimos que corretean por el jardín.

Componen un hogar feliz. En el patio trasero, cada uno conoce su zona de servicio sanitario y en la cocina su plato privado. Existe un símbolo concreto de la amistad y respeto a las diferencias a la hora de la sed. Un gran recipiente colectivo para el agua en que la cola se hace por orden de llegada, aunque arriben todos sofocados por las correrías entre el patio y el jardín.

Mensualmente reciben una visita no aplaudida. Viene el veterinario a revisarlos y a vacunarlos en la fecha correcta. Están sanos. No hay un maullido más alto que un ladrido y viceversa. Solo una distinción. Los perros son bañados a menudo. Las felinas observan entonces, casi sonrientes. “Eso es cosa de perros”, parecen decir en sus miradas.

De noche, la gata y el perrazo pasean entre el patio y el jardín. Si advierten alguna señal de peligro, un ladrido despertará a los demás y acudirán en ayuda. Pobre del animal o gente que ose interrumpir esa paz reinante en aquel hogar. Porque ellos tienen una dueña, mejor dicho, un ser que camina en dos patas de carne como la de ellos, pero sin pelos y se apoya en otra de madera. Y la cuidan y la obedecen y le brindan la compañía y el amor que le negaron otros, lo que ellos desconocen porque el agradecimiento les brota tan natural como los pelos que los cubren.

Porque aquí vivieron otros perros, otros gatos y otras gentes. En un rincón escondido del jardín hay plantas que cubren aquellos otros gatos y otros perros. Las gentes no están. Los cachorros y la gatica, la muy curiosa, han indagado olisqueando por aquí y por allá y no los encuentran. El perrazo que sabe mucho y los enseña de los posibles males provocados por comer lo que no está en su plato oficial, no tiene respuesta. La gata que de vez en cuando, le da por visitar techos ajenos, tampoco.

El bastón suena. Terminan los juegos en el jardín. La gata salta de su cojín. El perrazo y sus hijos  mueven la cola al mismo compás. La rodean. Las felinas, las más decididas, se acarician contra esas patas sin pelos. Los cachorros, patas arriba, imploran las cosquillas. Respetuoso, el perrazo espera alguna orden por cumplir. La anciana sonríe. Si sus animales comprendieran lo que significan para ella, la compañía cariñosa que le negaron las otras gentes.

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