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Enrique Arredondo: Cheo Malanga, Bernabé o el doctor Chapotín (II)

13 de diciembre de 2013

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El humor, para los cubanos, –decía Enrique Arredondo- es una condición de nuestra personalidad. De momentos críticos nos ha salvado la gracia del humor.
« Por ejemplo, -contaba él – usted lleva tres horas en una lenta cola y de buenas a primeras se rompe la monotonía de la tragedia con un chiste, con un piropo ocurrente, con un simple gesto de simpática desesperación. Así nos acompañamos con humor ».
Y si de risa se trata, mucho tendríamos que reconocerle a esta muy popular y querida figura de la escena criolla, que se hizo a sí mismo en tiempos difíciles.
Autodidacta, sí, pero sensible y talentoso, como aclarara Joaquín G. Santana. Nada de burdas improvisaciones –aunque algunos llegaron a pensarlo – cuando echaba al vuelo una “morcilla” que agarraba de sorpresa a sus contrafiguras y provocaba en el público sonoras carcajadas.
No por gusto algunos de sus dichos –tal era su simpatía e ingenio- llegaron a convertirse en parte de nuestra fraseología habitual como: “¡Mentira, tú me está engañando!”, “¡Ah, bueno, así, sí!”, “! No pué sel  !” y “¡Atrevidooo! ”
Las tablas fueron su primera gran escuela. Hacia 1925, con 19 años, hizo sus primeros intentos en el teatro. Rápido se le vio en el papel de negrito, con el que sería, -luego de transitar por un camino no exento de angustias-, una de las mayores atracciones de nuestro vernáculo durante más de medio siglo.
Por cierto, Enrique Arredondo estuvo a punto de morir en la medianoche del 18 de febrero de 1935 cuando se derrumbó el vestíbulo del teatro Alhambra, donde actuaba para su público.
También se presentó en otros países del continente americano y su rostro se vio en varias películas, como en la cinta “Nuestro hombre en La Habana”.
Ningún medio le fue ajeno. Aún se recuerdan sus actuaciones, a lleno completo en la pista del cabaret Capri, en El café de los recuerdos.
Estrenó de su propia creación más de cien obras de teatro vernáculo, en diferentes salas del país.
Se cuenta que en un principio su padre se oponía a que siguiera la carrera de actor, y un día le sugirió que dejara esos trajines pues él, no tenía el talento, digamos, del negrito, que recién había aplaudido en el teatro Valentino, y cuyos apellidos no le eran conocidos.
Sin embargo, el actor de marras no era otro era el propio Enrique Arredondo, quien había mandado a cambiar nombre. Este desacuerdo entre padre e hijo se resolvió de manera fraternal al confesar este último: « Papá, el negrito soy yo». Ya podemos imaginar la escena.
« Monarca del disparate y del absurdo, soberano de la risa», lo llamó en 1981 el periodista Mario García  del Cueto. Y más exacto no pudo ser.
Eso de anunciarse como fabricante de churros de tres velocidades; decir que Víctor Hugo fue un gran ginecólogo y contar que ha cazado leones en el África distrayéndolos al son del violín y ahogándolos después con sus propias manos, provocan la carcajada solo cuando el artífice del “morcillazo” es el actor que reúne en sí mismo a personajes tan populares como el doctor Chapotín o el Cheo Malanga de “San Nicolás del Peladero”, el Bernabé de “Detrás de la fachada”, o el Simeón de “Alegría de sobremesa” ».
Enrique Arredondo falleció en La Habana el 15 de noviembre de 1988. Tenía 82 años.
Su autografía “La vida de un comediante” -donde prodigó humildad y buen humor-, editada por Letras Cubanas en 1981, tuvo tal éxito de venta que sobre el día de su presentación contó Arredondo:
« Yo calculo que allí se congregaron más de tres mil  personas. Tuve que estampar mi firma en cientos de ejemplares. Creo que los cien mil  de la primera edición volaron a la semana».

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