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El tercer correo

1 de abril de 2019

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762485-600-338Estaban sorprendidos y asustados. El hijo pedía permiso para colocar el correo en las redes. El muchachón de cincuenta años todavía los respetaba. Las redes, no. Eran animales salvajes capaces de destripar la moral de cualquiera. No se someterían a aquella radiografía del alma con Rayos X destructores. La mascota de raza indefinida les ladró. Era la hora del paseo. Ellos estaban entrenados en la reflexión continua: cuatro manos y dos cerebros. Y la puntualidad canina los provocó. Si del cruce inicial de lobos y por obra de los hombres partieron los perros rastreadores de supervivientes de catástrofes, buscadores de drogas ilícitas y los otros, los entrenados para pelear y matar a sus perros semejantes, las tecnologías creadas no juegan a los dados. El hombre las crea y depende del hombre su uso para el bien o el mal. Tal vez, las elucubraciones de dos ancianos le sirvan a alguien para algo. Le darían el sí al hijo. Saterri cinco los apuraba. Era un animal organizado. Salieron al paseo diario. Mientras el perro socializaba con sus congéneres conocidos, ellos articulaban en el aire el contenido del próximo correo. Así les nació entre ladrido y ladrido.
Aunque lo afirmen los científicos es difícil asimilarlo: desde el instante que un escandaloso vagido avisa a la comunidad que consta con un nuevo ciudadano, comienza ese bebé a envejecer.
Quién piensa en la vejez cuando corre detrás de un bus, es capaz de saltar y saltar al compás de la música durante horas y horas y está habilitado para hacer el amor con el frenesí de un caballo desbocado.
En los medios de comunicación se multiplicarán los consejos sobre las normas de vida que harán llegar a una ancianidad saludable en mente y cuerpo. Hasta podrán incorporarse cursos aclaratorios dados en las escuelas junto a los de educación sexual. Los muchachos abrirán ojos y oídos sobre este último tema, es el motivo de interés apasionante a sus años, pero el otro lo verán más lejano que a la última estrella descubierta.
Al arribar victorioso, título en mano, al primer puesto laboral y observar de reojo a los canosos compañeros, quien se detiene a imaginar siquiera el día de su jubilación.
Ya con los cuarenta anchando la cintura y alguno que otro diente de reposición, todavía la tercera edad pertenecerá a esa realidad que le toca a otros; porque, quien sabe, de aquí a allá con los adelantos de las células madres será vocablo borrado hasta de los diccionarios.
Como los niños, en su mayoría, acatan todavía los consejos y enseñanzas de padres y demás familiares, serían los mejor capacitados para aprender a envejecer con la sonrisa en el rostro.
Sin embargo, crecen criando complejos contra la ancianidad. Los ancianos son feos y la fealdad es perseguida por la sociedad moderna. Desminuyen las abuelas y abuelos, criadores de nietos aceptadores de arrugas a cambio de anécdotas de la juventud y narradores de cuentos. Quedaron en tierras dejadas atrás o andan también en la calle, ayudando al sustento familiar o a los caprichos de grandeza de la economía familiar. Si en los altos vive un adulto encorvado por los años, se le apoda “el jorobado”. Y si una abuelita confunde la sal con la azúcar, todos los vecinos con los niños inclusive, se enteran del error. Si ella responde airada, la tildarán de cascarrabias y gruñona en el mejor de los casos. A la muerte la pintan decrépita, despellejada.
Esa muerte, punto físico final, aviva su existencia cuando se pasan de las sesenta primaveras con veranos, otoños e inviernos. Desde la niñez creció el pánico hacia este acto normal dentro de un medio ambiente donde ni las ceibas perduran eternamente.
Si en la familia hay un difunto, a los ojos de los pequeños y según las creencias, se le invita a viajar a un país desconocido, o se le envía al cielo: sembrado queda el temor anticipado al día previsto del no estar y ser.
Pasadas las épocas en que el conocimiento acumulado se trasladaba en la voz de los ancianos y el duro luchar por la salvaje subsistencia provocaba una vejez recibida como un triunfo personal, es imprescindible una nueva mirada que parta de un acercamiento a la senectud, asimilado en dosis pequeñas repartidas desde el primer vagido del recién nacido.
Porque esta cima, y no sima del ser humano, hay que aprender a acatarla primero en los pensamientos y después con sus cambios físicos sobre los cuerpos.

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