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El tabaco en la sociedad colonial cubana

3 de septiembre de 2021

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aborígenes fumando

 

En los mismos inicios del siglo XVI fueron fundadas las siete primeras villas y los conquistadores se repartieron a lo largo del país. El tabaco ya en ese momento se esforzaba por penetrar los países europeos y en la Isla los habitantes autóctonos eran diezmados por nuevas enfermedades y la severidad de los amos recientes. Para ese entonces, la costumbre de utilizar la hoja del tabaco, sobre todo en la forma que le llamaron mosquete o tizón –el habano actual– iba siendo abrazada por muchos de los adelantados que se deleitaban con el placer de un cigarro puro –todo tabaco, capa y tripa–. La usanza de cubrir la llamada tripa del cigarro con hojas que no fueran de tabaco y para lo cual se utilizaban hojas de otras plantas, como el maíz, no fue muy aceptada en Cuba ya que el gran tamaño de las hojas del que se cultiva en el país han determinado su hechura. De esta manera se garantizó desde un mismo inicio la costumbre indígena de confeccionar cigarros puros como mundialmente se identificaron a partir de esta reconocida práctica.

Las maneras de la cocina de los siglos inmediatos al descubrimiento vinculadas inevitablemente al uso del tabaco, se iban conformando con los productos del entorno asimilados por los peninsulares que en un flujo y reflujo de siglos vinieron y luego regresaron y por los nuevos habitantes –los colonos que se quedaron- o sus descendientes que ya comenzaban a identificarse como gente de la tierra –mucho más tarde, criollos–; un residuo del influjo indígena de una población que para ese entonces había sido sensiblemente mermada; la introducción de productos que aquí se asimilaron o se continuaban importando para satisfacer los remotos hábitos alimentarios de los colonialistas –arroz, aceite, distintos tipos de ganado, ciertas especias, vinos… – y pertrechos comestibles de origen africano, como resultado del comercio de esclavos.

 

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El tabaco tuvo una fuerte impronta que cubrió todas las etapas y capas de la sociedad. Fumar era parte notable de la idiosincrasia, expresada a cada momento de la vida mundana o social. Se fumaba en las calles, en las labores a cielo abierto o cerradas, en los salones de lujo, en las tabernas y fondas, en los coloquios y tertulias, en el puerto, en el campo, en la ciudad, en los montes, y en cada rincón del archipiélago donde habitara o se hallara una persona. Y la fama de fumadores a ultranza, y sobre todo, de fabricantes de piezas de habano de excelencia, se regó por todo el planeta y muchos visitantes foráneos que nos visitaban de paso o para estar largas estancias, traían la expectativa de agregarse a tan extendida costumbre.

Por supuesto, siempre hubo tabacos de buena calidad para los acaudalados y tagarninas que estuvieran al alcance de bolsillo de los menesterosos o de las clases económicas más bajas.

 

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A modo de ejemplo sobre el tópico que nos ocupa, resultan curiosos los testimonios que sobre sus experiencias recogió el pintor inglés Walter Goodman, quien vivió y trabajó en Santiago de Cuba y La Habana desde 1864 hasta 1869. La primera se refiere a una tertulia en una casa de clase media alta en Santiago “…terminada la comida, a las cinco de la tarde, Don Benigno, puro en boca, sale a escape hacia el corredor… ¡Traigan los balances! Profiere lentamente el caballero, y todos nos sentamos y esperamos la llegada de algún amigo que quiera disfrutar de un rato de charla y fumar un puro con nosotros…… alguien saca una tabaquera o pitillera reluciente, y antes de seleccionar un puro o cigarrillo para sí, los ofrece a los hombres presentes, quienes aceptan su generosidad.” Ya en La Habana escribe: “Pero no hay que suponer que porque esté en el lugar de nacimiento de los más escogidos habanos, se consignan estos a un precio insignificante… Yo, que casi desde la infancia he acariciado esta idea, recibo una lamentable desilusión cuando descubro los precios exorbitantes que se exigen por las mejores marcas. Las cajas de cedro, con su precioso contenido dispuesto como joyas entre papel de estaño cortado en formas caprichosas, lucen invitadoras, pero busco en vano un tabaco al precio que ridículamente bajo estoy dispuesto a pagar”.

Si obtener comercialmente un buen puro habano ya era propio de bolsillos bien dotados, en contraste, no era menor la constancia y sacrificios de los humildes cosechero y torcedores. De ello se haría eco en 1819 el economista cubano Francisco de Arango y Parreño en su conocido Discurso sobre la agricultura de la Habana y medios de fomentarla: “¿Y qué diremos del tabaco habano? El mejor que hay en el orbe, el que se estima más… Todos los que lo son de pequeños territorios están condenados a vivir entre afanes y trabajos; pero si el cielo les dan cosecha abundante, y llegan a recogerla dentro de sus almacenes, gustan y disfrutan al menos del dulce consuelo de tener asegurada la subsistencia de aquel año. No así el tabaquero de La Habana; a pesar de que no hay planta que cause más sobresalto, ni tenga mayores riesgos en su cultivo y abono; a pesar de que una noche basta para destruir el más hermoso sembrado, no son estos los peligros que más aflicción le causan. Los que en la Factoría le esperan, son todavía mayores.”

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