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El reloj

18 de septiembre de 2021

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Nieve00Pertenecían a una generación en que los padres enseñaban a través del testimonio personal, unas nalgadas y uno que otro refrán aleccionador. “Al que madruga, Dios lo ayuda” era una especie de divisa en sus vidas. Vivían lejos del trabajo y nunca el transporte público les fue favorable. Formados en la categoría de los cumplidores de los horarios laborales, estaban tan atados a las alboradas que, ni en domingo ni en vacaciones, se les escapaban a los rayos del sol. Por estos antecedentes, aceptaron proseguir con las levantadas tempranas a la par que asumían la vejez. Lo sabían. Lo aprendieron de boca de los antecesores. Era una fórmula matemática. A más edad, menos horas de sueño. Durante años, los acompañó un reloj de cuerda que en un hecho inexplicable o milagroso, dejó de funcionar en el mismo mes de la jubilación de los esposos.
Era un reloj de cuerda de esfera redonda y timbre de chillido agudo. Aunque el agudo timbre enmudeció y el horario y el minutero permanecían extáticos, en nombre de los servicios prestados, le permitieron permanecer en la mesa de noche.
El hijo, en la primera visita después de la partida definitiva, les regaló uno de esos, los digitales. Este era cuadrado, pequeño. Una imagen de un bosque nevado le desaparecía al apretar una tecla y aparecer la hora. Y despertaba con una melodía desconocida para la pareja. Lo agradecieron porque venía del hijo y la imagen nevada les mostraba el paisaje que lo rodeaba ahora. Por tanto, lo dejaron vivir con su batería renovada, mientras respetara la honorable mudez del antiguo reloj de cuerda.
El tiempo les pasó por encima viendo corretear a los hijos de quienes fueron a la escuela junto al hijo. Nunca obtuvieron una visa para que por lo menos, uno de ellos conociera la nieve reflejada en el reloj. Y se conformaban con la visita cada cierto tiempo en que comprobaban orgullosos el crecimiento de los nietos. Y comprobaban también que la esposa europea no se acostumbraba a tener una suegra de pelo demasiado rizado y una piel color caramelo.
Por dos años la pandemia se les atravesó en el vuelo del avión y por lo dicho por el hijo en la última llamada, la realidad financiera también les imponía a la sola visión y escucha gracias a las nuevas tecnologías por un tiempo indefinido. Aparte de que las pilas de repuesto para el reloj digital resultaban muy caras, comenzaron a odiar la nieve que los separaba del hijo y aquel relojito se las recordaba. Acudieron entonces a un viejo relojero, de esos artesanos imaginativos que gozó devolviendo el timbre al otro artefacto venido del siglo XX.
Viejo al fin, el despertador se atrasaba unos minutos, pero ya ellos no tenían que correr para marcar en el reloj de la fábrica. Y el timbre escandaloso solo les recordaba los alegres despertares domingueros para llevar el niño al Parque Lenin, a la playa de Guanabo los domingos de agosto y pasear por La Habana y comer pizzas y terminar después en el Coppelia. Y aunque para no abatirse no desnudaban esta verdad entre los dos, lo pensaban. Aquellos sencillos días, representaban los más felices de sus vidas.

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