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El primer correo

2 de marzo de 2019

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depositphotos_69318569-stock-video-hands-typing-on-black-keyboardElla preparó un te de jengibre para celebrarlo. Cumplido los ochenta, aprender a manejar una computadora no resultaba empeño fácil, no era un “coser y cantar” como en sus tiempos infantiles, la celebración de los padres porque ya sabían “la regla de tres”, aquella solución rápida de problemas aritméticos. Por el fracaso con el celular porque los dedos engarrotados se perdían en las teclas enanas y el hijo ausente con el pragmatismo de media vida corrida en fríos países europeos, resolvió la comunicación sonora a la antigua, por el teléfono fijo de vez en cuando y la diaria para su tranquilidad espiritual por medio de una antidiluviana computadora y la conexión por una buena cantidad de horas. Y lo lograron. Los dos eran mecanógrafos al tacto, aprendido el teclado en viejas máquinas de hierro en que el primer ejercicio consistía en repetir el “ffgg” hasta el cansancio de los dedos índices.
Ella presumía ante los burlones ojos de los vecinos, haberlo aprendido en el hotel Manzana. Bueno, cuando allí en el quinto piso estaba la Gregg Academy y el Manzana tenía el apellido “de Gómez” y un busto del tal Gómez plantado en el medio de la bifurcación de senderos en la planta baja, la desbordada de ofertas mercantiles. Él lo aprendió en otra academia particular de barrio con aquel Manual en que estudiaban todos porque era editado por la propia Gregg, creían recordar. Los dos sí estaban seguros de su tapa roja que abría de abajo a arriba, no de izquierda a derecha. Y aquel conocimiento les resultó provechoso a los dos. En especial a ella porque en aquellos años, partiendo de que era blanca legítima respaldada por sus ojos azules, le aseguraba un puesto en una oficina que con mejor suerte, tendría hasta aire acondicionado. Para él, conceptuado como blanco en todos los papeles legales, pero puesto en duda por la suegra, dado el ensortijamiento de su pelo castaño, con el sacrificio familiar estudió Ciencias Comerciales y aunque trabajó siempre con los números, la mecanografía era un aditamento nunca olvidado del todo.
Aquella mañana después del ánimo provocador del jengibre, puestas las manos engarrotadas de la anciana en el teclado y repitiendo ambos en dúo los pasos explicados por el vecino para la conexión, se prepararon a emitir el primer correo. Confabulados estaban en no permitirse abreviaturas ni oraciones atacantes de la ortografía y la sintaxis. Si el amor les nació y creció mediante intercambio de libros en la juventud y esa lectura les había servido de entretenimiento hasta bajo la luz de una vela en horas sin electricidad, no renegarían de sus conocimientos. Y además, así le trasladarían al hijo ausente su idioma materno en la multiciplicidad de sus vocablos y leyes en que irían pensamientos y sentimientos que tal vez, y era una ilusión, llegarían a los nietos en pleno goce de la juventud y con un idioma materno de sonidos duros y cortantes.
Con la honestidad que los caracterizaba, no ocultaron los fines que llevarían sus escritos y así parieron un primer correo con los dolores de parto primerizos y la alegría final de un bebé-correo parecido a sus padres.

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