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El poeta del piano (III)

30 de enero de 2015

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img-1368Finalizaré hoy esta serie de comentarios dedicados a Federico Chopin, refiriéndome al pianista y compositor.
Para nadie es un secreto que este músico polaco fue un pianista virtuoso, que deleitaba a los huéspedes de la pensión de sus padres con su talento precoz. A los nueve años hizo su primera presentación pública cuando ya había compuesto tres “Polonesas”. Poco a poco, aquel niño se convirtió en el músico preferido de los grandes salones varsoviana, mimado por aquellas damas, que despertaron en él gustos mundanos. Sin embargo, su convicción musical impidió que su talento se perdiera, pues continuaba su camino de pianista virtuoso y, como compositor, a los once años ya había creado dos obras trascendentales: la “Polonesa en la bemol mayor” (dedicada a Zywny) y la “Polonesa en sol sostenido menor” (a la señora Dupont).
El catálogo de obras de Chopin es extenso, a pesar de su corta vida, y entre las partituras escritas antes de cumplir treinta años están: “Concierto en mi menor op. 11” y “Concierto en fa menor op. 21”; dos “Contradanzas”; “Dúo en la mayor”, para piano y violonchelo: dos “Escocesas” y algunos de los “Estudios” para piano del Opus 10.
No puedo finalizar este comentario, sin referirme a la relación de Chopin con una de las novelistas francesas más prolíficas, quien desafió los prejuicios de su tiempo: George Sand, cuyo verdadero nombre era: Amandine Aurora Lucile Dupin. Y nada mejor para hacerlo, que tomar pasajes de su autobiografía “Historia de mi vida”:
“Aunque era capaz de soportar el sufrimiento con bastante valor, no podía vencer los terrores de su imaginación; para él, el claustro estaba lleno de fantasmas hasta cuando se sentía bien. (…) Cuando llegó el invierno, se desató de pronto en lluvias torrenciales, y Chopin manifestó también repentinamente, todos los síntomas de una enfermedad pulmonar. No había ningún médico que nos inspirara confianza y las medicinas más comunes eran casi imposibles de encontrar. (…) Cuando regresaba con mis hijos de mis exploraciones nocturnas lo encontraba, a las diez de la noche, delante de su piano, pálido, con los ojos extraviados y los cabellos revueltos. Necesitaba unos minutos para reconocernos. Enseguida hacía un esfuerzo para sonreir y nos hacía escuchar las cosas sublimes que había compuesto, o, mejor dicho, las ideas terribles o desgarrantes que se habían apoderado de él, a pesar suyo (…) El destino tejía lazos de una larga relación, y a ella llegamos los dos sin darme cuenta. (…) Chopin era modesto por principio y afable por costumbre, más dominante por instinto y lleno de un legítimo orgullo que se desconocía a sí mismo. De ahí sus sufrimientos que no podía analizar y que no se centraban en un objeto determinado. (…) Entre nosotros hubo algunos espíritus malvados. También había algunos buenos, que en verdad no supieron entenderlo. Y algunos superficiales que prefirieron no mezclarse en cuestiones tan delicadas”.

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