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El joven Martí, poeta de familia

5 de marzo de 2020

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José Martí, 1869

José Martí, 1869

 

No son muchas las poesías del joven Martí a nuestro alcance. Las primeras que conservamos son de 1868, cuando su autor contaba con 15 años de edad. Algunas están datadas por su propia letra; a otras se les ha atribuido ese año por sus editores. Para ciertos estudiosos varias pudieran ser anteriores a ese año. Y, al leer esas primeras composiciones y apreciar sus innegables cualidades literarias, uno se pregunta si no habrá más poesías de aquel muchacho precoz que no han llegado hasta nosotros, y surge la idea de que probablemente escribió unas cuantas antes de esa edad.

De esos catorce poemas, tres se refieren al ámbito familiar del joven: “A mi madre” y otras dos tituladas por sus editores: “Carta de madrugada a mis hermanas Antonia y Amelia” y “Linda hermanita mía”.

Ha sido musicalizada la que entrega para su mamá, Leonor Pérez Cabrera, a todas luces un día de cumpleaños de ella, según el mismo texto señala en su primera estrofa: “Madre del alma, madre querida,/ Son tus natales, quiero cantar;/ Porque mi alma, de amor henchida,/ Aunque muy joven nunca se olvida/ De la que vida me hubo de dar.”

La estrofa siguiente entrega un cuadro de ternura entre madre e hijo, revelador de la intimidad entre ambos: “Pasan los años, vuelan la horas/ Que yo a tu lado no siento ir,/ Por tus caricias arrobadoras/ Y las miradas tan seductoras/ Que hacen tu pecho fuerte latir.”

Sin embargo, en la última estrofa aparecen inicialmente ambos, padre y madre, de quienes reconoce la tremenda importancia de su beso: “A Dios yo pido constantemente/ Para mis padres vida inmortal;/ Porque es muy grato, sobre la frente/ Sentir el roce de un beso ardiente/ Que de otra boca nunca es igual.”

El segundo poema ha sido titulado “Carta de madrugada a sus hermanas Antonia y Amelia” de cuatro y seis años de edad respectivamente en 1868. Mientras que el tercero se ha titulado con el primer verso, “Linda hermanita mía”, referido a su hermana Mariana Matilde, a la que la familia llamaba Ana, tres años menor que Martí.

Las niñas Antonia y Amelia son vistas como ángeles, y aconsejadas por el joven poeta ante el peligro de “los lobeznos del camino” para que no se corten las alas y puedan volar del pobre nido. Con Ana hay un diálogo por cartas, y el poeta se presenta como un doncel que escribe, guarda y pierde. Cierra con los versos siguientes: “Me une a tu imagen tan estrecho lazo,/Que es cada frase para ti un abrazo/ Y cada letra que te escribo un beso.” La relación con esta hermana siempre fue tan fuerte que nunca Martí se repuso del todo de la afectación por él sufrida al saber de su muerte.

Varias características unifican estos tres poemas: riqueza de lenguaje, versificación ágil, diversidad métrica y un intenso amor por esas personas del mayoritario sexo femenino en su familia. El joven no era todavía el gran poeta de la lengua, no podía serlo, desde luego. Pero evidencia algo típico de su poesía de adultez, de madurez: la entrega de su amor, de su enorme riqueza espiritual, a la vez que nos informa que “En el revuelto mar de mis papeles/ No se sabe posar la paz serena”, indicio de que tenía un alto número de versos escritos.

Ahí, en esos poemas de familia, está el amor, base del pensar y el actuar martianos a lo largo de su existencia.

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