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El jardín de la vejez

21 de marzo de 2015

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Todos salieron ganando. Aquella casa, casona, imposible de mantener bajo el manto de los salarios y las jubilaciones unidas de la familia. Antes del deterioro total, la vendieron. Hijos y nietos para una casa. Ellos en un apartamento confortable en un segundo piso y algunas monedas duras que si no les daba en la vejez por vestir de marca y comer en restaurantes de moda, les serviría para vivir tranquilos hasta los 120 años. Y posiblemente mas, dado el sentido del ahorro del anciano en una bamboleante actitud entre la austeridad y la tacañería. Tuvieron suerte. La casa y el apartamento en un reparto todavía con visos de la ciudad de la infancia y cercanos, posibles en una tranquila caminata a pie. Y los muchachos cumplieron la promesa. Les daban la vuelta. Y los padres, cuando podían pues sumergidos en sus profesiones y las tareas extras, en verdad y lo sabían, el tiempo no les sobraba, les faltaba. Si al principio el rechazó la inversión en el móvil, comprobó pronto que cumplía un propósito comunicativo en el caso de dos ancianos solitarios propensos a una dolencia imprevista. La música infantil puesta de aviso por el nieto guasón, sonaba varias veces y ellos , ella, la mas experta en labores manuales, aprendió rápido a dominar las minúsculas teclas, pero solo la autorizó al envío de un mensaje de texto al día.

Para el, la partida de la casona significó el abandono de pesados recuerdos. La ocupó con sus padres desde la infancia. Hombre práctico, aceptó que los recuerdos de los progenitores se llevan consigo y las tristezas venidas en imágenes evocadoras son resistibles, pero que un techo de viga y losa es difícil de resistir si a uno se le cae encima. Si la convertían en hospedaje, desconocía si era el apelativo postmoderno de las posadas de su era juvenil, no le importaba. Y menos que a favor de una remodelación obtusa, sacrificaran el estilo arquitectónico original. En fin, abandonó la casona como se abandona un zapato elegante de piel por unos tenis cómodos de andariego.

Pero, a su pareja de años, a esa anciana dulce y complaciente, por debajo de la sonrisa aprobatoria, se le escondía un dejo de tristeza que no confesaba. Aunque escaso de romanticismos, la querí y la quería feliz. Tardío en la comprensión, esa mañana descubrió el secreto. Ella con los ojos acariciaba y hasta olía, las flores de los jardines tropesados en el camino. No había dudas. Añoraba aquel jardín dejado atrás en la casa vendida. Bloqueó la programación de avaro, activó su especial pragmatismo y halló la solución. Si existieron los jardines colgantes de Babilonia, en dos balcones, un patio y un pasillo iluminado por el sol, construiría un jardín. El dinero no es esencial para la vida, pero resuelve problemas de diferente tamaño y grosor.

Las manos de los alfareros crearon maravillas. La tierra apta para cada semilla tiene color y precios diferentes, al igual que las propias semillas vacunadas contra las plagas. Las cadenas colgantes del techo urgieron de la presencia de expertos, al igual de la comprobación de la resistencia del peso de tanto verde en los balcones. Los de Babilonia, creados por esclavos, lo suponía el anciano aunque no estaba seguro. Los de el, forjados en la ley de la oferta y la demanda, colmaron el apartamento de olores y colores.

Jamás se había acordado de la fecha de su cumpleaños, ni por el nacimiento de los hijos, le regaló la rosa de la canción. La quería a su modo. En la vejez, olvidando la Aritmética, le brindó un jardín casero por donde ella paseaba feliz.

 

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Comentarios



Margarita Hidalgo Ramírez / 26 de marzo de 2015

He leído su artículo, me he quedado sin palabras para escribir algo mas al respecto, resumo todo mi sentir en dos palabras: es excelente,maravilloso.