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El fuego del hogar

18 de junio de 2016

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abuelaRecibió la jubilación con alegría. Se sentía bien en aquel trabajo. La respetaban, la querían. Lo demostraron en la fiesta de despedida. Antes, lo de la lejanía a la casa, la espera y la apretazón en el ómnibus, lo resistía por esa alegría que le aplaudían todos. En los últimos tiempos, a sus huesos y músculos no llegaba ese optimismo en muestra única de la vejez. Y esas molestias provocaron la decisión final. Además, acumuló sueños para ese día en que las horas serían más largas porque un reloj no le exigía. Los nietos adolescentes gozaban de las primicias de la independencia y apenas aceptaban la vigilancia abierta en la niñez. Eran remolones en las prestaciones hogareñas, pero el padre, cuando el turno del trabajo lo permitía, colaboraba. Tan distinto al hombre que le tocó en suerte y que, en aquellos tiempos, la mayoría de las mujeres se los sacaban en la rifa del matrimonio.
Sorbía una limonada mientras analizaba una cartelera. En la Ciudad Maravilla pululaban los espectáculos, las exposiciones, los estrenos teatrales, las peñas gratuitas, los museos abiertos… Recordó un juego infantil. “Tin Marín de dos pingüé, cúcara mácara títire fue”. Casi con una carcajada de niña traviesa, eligió. Esa tarde, vestida elegante teniendo en cuenta la edad, merendaría en una cafetería de precios hermanos de su bolsillo, después iría al teatro, a escuchar sus boleristas favoritos. De la ensoñación la extrajo la llegada de la hija. Después del saludo y antes de descargar la cartera-baúl en la habitación, marchó a la cocina. Regresó con una expresión de disgusto. Solo la arrocera conectada daba muestras de vitalidad alimentaria. Una fila de palabras cercó a la recién jubilada. Las reclamaciones cayeron en sus hombros resumidas en una oración lapidaria. El estreno de la jubilación equivaldría acaso al abandono total del campo de batalla de la mujer de doble turno laboral y cuando estaba libre del horario obligado y pagado.
Aturdida primero ante el reclamo inesperado, la anciana defendió con fuerza sus argumentos ante el reclamo de la hija. No centraría su porvenir en una jaba de mandados, la escoba, las recetas de la cocina saludable y por la noche, la telenovela de turno. Nunca imaginó que la hija blandiera aquella arma guardada en la memoria. Le restregó en la cara el ejemplo de aquella abuela que la cuidaba mientras ella trabajaba, quien la auxilió hasta sus últimos días, nunca se cansó y nunca protestó.
A la jubilada este golpe bajo la irritó más y por suerte para la salud familiar, la llegada del yerno en medio del clímax de la posible tragedia, alumbró con sus palabras a las dos irritadas mujeres.
Las dos tenían un pedazo de la verdad. Aquella madre y abuela fallecida representaba a la generación de las mujeres diseñadas para cuidar el fuego imaginario del hogar. Y esta jubilada rebelde pertenecía a la generación iniciadora de los cambios que abrieron la puerta de la calle a las mujeres. Se suponía entonces que todos en el hogar velarían por el fuego, cuestión no cumplida entre ellos, porque si bien él cooperaba, todavía ellas principalmente, y él también asumía la parte de culpa, criaban a los hijos varones alejados del fuego en las cuevas modernas.

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