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El dolor los hará libres: a propósito de Los machos llorones

6 de diciembre de 2013

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¿Podría el llanto hacernos libres? ¿Podría el dolor engendrar la redención? Pablo de Tarso, fariseo convertido al Cristianismo, reconoce que para algunos podría ser escándalo o necedad el sufrimiento, la muerte en cruz,  aún cuando sea – como fue- antecedente de resurrección, que llega al punto de dar sentido a una fe que atraviesa los siglos. Los monoteísmos coinciden en su poder purificador, y por lo tanto liberador. Sin embargo, el Buda, en el Sutra de Benarés, manda a sus monjes desechar tanto el placer como el dolor, pero  los somete a disciplina, a un ejercicio físico y espiritual que engendra formas sutiles de cada uno de estos estados. Agnósticos y ateos, no dejan de profesar una valoración positiva del sacrificio cruento, productivo-comunitario,  que es capaz de propiciar un salto hacia cualidades y calidades nuevas, superiores. Altruismo como valor. Sin embargo, permeados por el pragmatismo y el utilitarismo de la sociedad post-imperialista, cuyo centro ya no está en el Estado o sus instrumentos de represión y control, sino en un sistema depredador y especulador de mercado cuyo único propósito es crear “idiotas adictos al consumo”. El hombre contemporáneo ha llegado a profesar una suerte de henoteísmo, que crea dioses particulares ajenos al sacrificio y que son frutos de una escogencia digna de restaurante de comida rápida. Cada cosa a su medida. Solo el placer y la prosperidad valen. “No hay que llorar”, porque “la vida es un carnaval”.
Por otro lado, sí está bien visto el llanto femenino, la lágrima como refinamiento, debilidad y marca de género. La mujer es tan sensible que llega a zonas sutiles y pantanosas que la separan de lo masculino, que es pétreo. La mujer gime en el parto y en los fogones, durante el himeneo, tanto en lo público como en lo privado. La mujer está hecha de lágrimas.
Si en algún momento vi a la puesta en escena de Los machos llorones, dirigida por Patrick Mohör, de Teatro Spirale de Suiza, con actores y músicos cubanos y africanos, como un juego escénico centrado en la denuncia contra la violencia sobre las niñas y las mujeres, confieso haberme equivocado. Si bien las dos primeras historias, esencialmente teatrales en su resolución, se acercan a esos asuntos, pronto se comienzan a despejarse los senderos hasta llegar a la historia del niño encerrado en un manicomio acusado de loco pero que es un poeta, aunque se retome el asunto en la historia de la niña huérfana que llega a la vejez siendo esclava de los varones de su familia. Por el medio hay un relato, que por momentos recuerda a las humaradas del cine mudo, donde se reivindica a la vejez, el amor de la tercera edad y hasta al culebrón televisivo como medio de escape a una realidad alienada y alienante. Casi al final aparece un alegato contra el racismo, que pierde efectividad al no constituir una historia propiamente dicha. Punto vacío de sentido, luego entonces inútil, que dificulta el entendimiento del discurso escénico además de ralentizarlo, y que valdría la pena valorar su permanencia. Sin embargo, todo esto es relativo.
No conozco el libro de Mia Couto, escritor de Mozambique, que sirve de base al espectáculo, sin embargo, creo que no atinan a ver con claridad los que lo emparentan con el realismo mágico latinoamericano, pues sus relatos hacen el mismo camino de los cuentos populares que han terminado por transformarse en cuentos maravillosos o cuentos de hadas contemporáneos. Estas son historias cotidianas, que alcanzan lo feérico por el camino de las lágrimas de los borrachos del Bar Matacuanes, justo en el momento en que ellos deciden asumir su masculinidad desde del llanto, vivenciandola de una manera otra. El balcón del frangipani, a saber, única obra del autor publicada en Cuba por la Editorial Arte y Literatura en el 2009, serviría para, junto con la obra teatral, proporcionarnos una puerta de entrada al universo simbólico de este narrador y comprender sus resonancias.
Los machos llorones pondría parecer un discurso religioso, más no lo es.  Es un ritual que nos devuelve al espacio de lo sagrado. Eso sí. Por eso apela a la música, a la danza, la ceremonia, que es representación, relato, oralidad y escrituralidad, vividos en comunidad. Conjuro y fiesta.  Para llegar a ser totalmente efectiva como obra de arte debería aproximarse a la síntesis, clarificando los sentidos y las propuestas, despojándose de algunos elementos reiterativos. Aún así, es un discurso escénico que se sostiene y encanta, a pesar de una escenografía poco práctica y una iluminación que, por momentos, dificulta la visión de todos los espacios en los que se están produciendo sentidos o la no acabada construcción de personajes por parte de algunos actores, en contraposición con otros que alcanzan cotas altas de verdad, organicidad y compromiso.
Todo en el teatro necesita estar vivo, cargado de energías y significados. Músicos-actores, actores-músicos, artistas en general, nos convencen y encantan; luego entonces es justo, y hasta necesario, renunciar a lo pedestre, a lo que pudiera o no ser en plenitud, porque el resultado final de esta puesta viene a reafirmarnos la necesidad de espectáculos que propongan algo más que el elogio a la miseria, el regodeo con lo sórdido o esa manía contemporánea de crear para elites. Aunque no estoy negando la necesidad, pertinencia y derecho a existir de tales, sería tentador regresar a los tiempos en los que los actores estaban tan preocupados por la asistencia del público y su complicidad que, para desearse una buena función, golpeando con la rodilla el glúteo de su compañero o compañera, gritaban eufóricos ¡Mucha mierda! Pues eso significaba que a la puerta del teatro se habían congregado carruajes y caballos que no dejaban de hacer en ningún momento lo que su naturaleza equina les provocaba.
La Sala Trianón, sede de Teatro El Público que dirige Carlos Díaz, no dejó de estar repleta durante las seis noches en las que se representó la obra, a pesar de que la misma dista mucho de la estética que caracteriza a ese director, y que el espectador pudiera confundir la señal que se le estaba emitiendo.
Canciones trovadorescas, músicas que son personajes, personajes que son música, poemas ingenuos o de elaboración cuidada, relatos de consistencia y efectividad narrativa, escenas de alta tensión y humanismo; todo dirigido a reivindicar el poder liberador y la potencia del dolor. Valdría la pena, de vez en cuando, regresar a este teatro de raíz popular, centrado en la palabra y en el discurso. Valdría la pena, cada vez más, poder entrar a una sala y disfrutar de una hora y cincuenta minutos en los que reine la voluntad de comunicar y de entregarse. Valdría la pena ver todo lo posible, desde la Ana Karenina que inauguró el pasado Festival Internacional de Teatro de La Habana, hasta el llanto de estos machos, que encarnados por tres mujeres o a aquella mujer a la que le da vida un actor en plenitud de forma. Valdría la pena sentarse en una butaca sabiendo que podemos pensar y dejarnos acariciar los sentidos y el alma.  Valdría la pena hasta llorar.

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