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El disfraz de Ulises

5 de marzo de 2016

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cachorroPreparó las condiciones para una noche tranquila. Dentro de unos minutos, la TV ofrecía un viejo filme de culto visto hacía años. Colocó un almohadón en la butaca preferida y en la mesa del centro, una vieja jarra con suficiente te congelado proveniente de las plantas del patio. El cachorro se acomodó a los pies en presagio de ser un animal obediente que reemplazaría al muerto por vejez y todavía recordado.
Tocaron a la puerta con dos golpes cortos y uno más fuerte. Paralizada, recordó aquella contraseña familiar, repetida otra vez. Cuando la hija le habló del regreso del padre, cortó la conversación. Había sido un buen padre, nunca rompió la comunicación con ella, la ayudaba y aplaudía que le correspondiera el cariño, que lo recibiera con los brazos abiertos, pero ella no tenía cabida en esa alegría.
Acompañada del perro, se decidió a abrir. Lo reconoció inmediatamente a pesar de los años transcurridos y los notables cambios en la figura. La calva, el arrugado rostro, el cuerpo encorvado y esos ojos de expresión temerosa. Tan diferente de aquel que compartió su cama, los triunfos y fracasos profesionales, las buenas notas de la hija y los sustos por los resfriados fuertes y las caídas de la bicicleta.
En silencio lo invitó a pasar y mecánicamente le ofreció la butaca tantas veces ocupada por el. El cachorro quería juego con el anciano, quien lo cargó y observó. Hombre y mujer intercambiaron una mirada cómplice. Sí, el perro era idéntico a aquel recogido de la calle, la alegría de la hija adolescente.
La mirada del hombre recorrió la sala. Buscando el inicio de la conversación en halago pronunció un “todo está igual”. La respuesta sonó a aldabonazo: “Todo está más viejo, como nosotros”. La anciana, no sabía por qué, sintió lástima por el visitante.
En la mesa, la vieja jarra llamó la atención de los dos. Ella siempre preparaba en esa jarra, la infusión congelada de caña santa y por turnos, ambos bebían mientras disfrutaban de filmes famosos, no de mediocridades. Ella le ofreció la bebida, especificando que no la había probado. En tono suplicante, el le pidió que la probara ella primero.
La anciana clavó los ojos en la jarra y en el ambarino líquido contempló escenas pasadas. Siempre las decisiones la tomaron en conjunto, menos la final que terminó el matrimonio. En esta misma sala, el le planteó el divorcio. Marchaba con un contrato al extranjero y no regresaría. Se quería libre y la dejaría libre. Después de tantos años, unos ojos suplicantes la observaban. ¿Qué quería este hombre?. Ella que mucho sabía de soledades, le leyó en los ojos una soledad inaugurada. Con esta facha de viejo cansado nunca imaginó a Ulises, ni la jarra descascarada guardaba vinos espumosos, ni ella sabía tejer como Penélope.
Mientras, la infusión de caña santa perdía frío. Y el cachorro que no se nombraba Argos, jugaba con el regresado como si se conocieran de vidas anteriores.

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