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El desayuno truncado (II)

11 de julio de 2014

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Luego de varios días de carteos y de silencios despreciativos, Albemarle, cansado de recibir no solo la callada por respuesta, sino además las amenazas del obispo de irse con el cuento a sus majestades de Madrid y Londres, ordenó la redacción de un decreto que su secretario firmaría el 3 de noviembre.

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El documento arremetía contra el obispo y sus actitudes insolentes y “… por tanto su excelencia el conde de Albemarle consideró que es absolutamente necesario que el señor obispo sea mudado de esta isla”.
La orden fue cumplida poco después de modo tajante y perentorio una fría mañana.
En una carta dirigida al prefecto habanero Javier Bonilla un monje jesuita contaba de manera bastante realista que “… le bajaron cargado en su silla —al obispo— hasta la puerta, sin dejarle acabar de desayunarse, ni tomar más que su anillo y un crucifijo”.
“De allí —continuaba narrando el fraile— lo condujeron a bordo de una fragata que salió por la tarde para la Florida”.
El cabildo de la ciudad en pleno, junto a varios curas, fue a interceder por Morell ante Albemarle, pero el jerarca británico se mantuvo en sus trece; se cuenta que incluso el conde tuvo la intención de ahorcar al obispo, pero una destacada personalidad colonial española lo convenció de que no lo hiciera.
Finalmente Morell pudo llevarse varias pertenencias y dos de sus familiares.

 

Notas de buena fe:

Según el historiador cubano Emilio Roig de Leuschering la deportación de Morell no fue el deseo de Albemarle de molestar a la primera autoridad eclesiástica de Cuba sino porque el Obispo tenía fama de irascible, lo que hoy se denominaría como un “ impulsivo y mal llevado”, que incluso había tenido fuertes discrepancias con las autoridades coloniales españolas en general y en la persona del Capitan General don Juan de Prado en particular, triste personalidad a quien le cupo la vergüenza de no haber sabido defender la plaza contra los ingleses.

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