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El derecho a dormir

23 de septiembre de 2013

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Las fichas del dominó sonaban alegres en los oídos de los jugadores, no así en los conductos auditivos de los ancianos que en el edificio trataban de dormir. A esa edad, el sueño de las once es el más apreciado porque el desvelo suele presentarse en la madrugada. El potente sonido de los televisores había amainado. Terminada la telenovela puesta a coro en todos los apartamentos, los gustos disparejos contribuían la ramificación en el sonido de los canales y suponían que una parte de los televidentes optaría por descansar. Existía un peligro latente, el antojo de algún o algunos adolescentes en continuar a la escucha de su música favorita. El reguetón, libre de la impertinencia de otros decibeles, emergió rampante en la oscuridad de la noche. Al segundo piso, en ráfagas atrevidas, combinaciones de fichas de madera, griterías en japonés venidas de un filme, lloriqueos con cadencias argentinas en otro canal y el triunfador regetón brotado y desparramado por un equipo.
La pareja de ancianos, inquietos en la cama. Entre los dos sumaban 150 años. Años de olor a las hojas de tabaco despalilladas por ella, sembradas por el desde los semilleros hasta el proceso final de alzar los cujes en las casas de tabaco. Costumbre arraigada era abrir los ojos antes del primer pestañeo del sol. Con los bultos venidos a la ciudad, la trajeron. A cambio, las cabezas caían poco después de las nueve de cada noche.
Las cabezas continuaban depositándose a esa hora en las almohadas, precedidas por los cabeceos interruptores de la comprensión del final de la telenovela. Ya en estos tiempos, abandonado por este hombre, el gusto al béisbol al rendirse antes de llegar al alargado último episodio.
Cerrar la ventana significaba abrirse al calor. Los sonidos entraban por las rendijas de la puerta, colados entre las endebles paredes, resonantes hasta en los pisos. Era inútil esta noche también, pretender dormir antes de la hora doce.
Sentado en la cama, el anciano tomó una decisión. En el edificio vivían más personas adscritas a la llamada Tercera Edad. Hablaría con ellos. Se unirían en la reclamación de la obtención de un toque de silencio a las diez de la noche.
El desvelo prolongado produce irritación en el carácter. Apasionadas fueron las diatribas dirigidas contra los ruidosos irrespetuosos en el intercambio sostenido con los ancianos convivientes del edificio. Le permitieron desahogarse, aliviar el gastado corazón. Al terminar, casi en coro le brindaron la solución empleada por ellos. Le brindaron los nombres de las tabletas consumidas para propiciar el sueño. Hasta le ofrecieron algunas muestras de prueba para que eligiera la que más lo enviaba al descanso profundo.
Indignado ante tamaña cobardía, el hombre viró la espalda. Dio unos pasos. Sintió una mano en el hombro y una voz que le decía: Yo te secundaré.

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