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El árbol viviente

5 de enero de 2019

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depositphotos_3092055-stock-photo-beautiful-brown-bench-in-autumnLos compases del vals anunciaban a la dueña de la llamada perdida. Leyó. “Suponemos que ya estás vestida”. “Pronto pasamos a recogerte”. Sí. Estaba vestida. Prometió a la amiga que iría con el gris y rosa. Lo arregló. Estaba más delgada. Abrió la puerta. Todavía dudaba en acompañarlos. “El Lago de los Cisnes” era su ballet favorito y también el de él. Hacía meses que no salía a la calle a esta hora. Caía la tarde de verano. Esos tonos rojizos en el cielo. Esa brisa venida del mar, anunciaba la terminación del día.

Otra vez el sonido del vals. Desde hacía días, la llamada se repetía. Leyó. “Te convencimos a golpe de valses digitales. Nos dejaste sin fondo. Ya estamos llegando”. Sonrió. Ese par de amigos era irresistible. En esta última semana lograron hacerla reír y hacía meses que no reía. Al escucharse, sintió vergüenza por esa risa. No tenía derecho a reír porque él no reía junto a ella.

Las obligaciones caseras la hacían salir en las mañanas. Lo hacía más temprano. Evitaba topar con los conocidos. Repetían idénticas preguntas y miradas lastimeras. Creían hacerle un bien al enumerar las virtudes de él, como si ella no las conociera. Escarbaban en sus heridas. Las abrían.

La naturaleza era más cruel que las personas. Comprendía ahora por qué huía de las tardes. En la bruma rojiza de las tardes de verano, él estaba presente. Ese árbol de la esquina observado en la propia mañana, envuelto en lo rojizo, parecía distinto. Y traía recuerdos. Juntos lo vieron crecer. Él lo defendía de las podas inclementes de los hombres de la electricidad. Y para evitar la tentación de un corte mortal en pos de la limpieza de las aceras, barría sus hojas a esta hora de la caída del sol.

Un viento más fuerte removió las hojas que nadie recogía. En los papeles que la declararon heredera universal de sus contados bienes, debió incluir al árbol. Lo olvidó. La enfermedad le fue robando la memoria. Subsanaría ese olvido. Se ocuparía del árbol.

El viejo Lada vivo todavía por obra y gracia de la imaginería popular y de algunas piezas originales traídas de no sabían dónde y que era mejor no saber, se acercaba.

Próximos al encuentro con la viuda, el optimismo organizado para repartir, se esfumaba. Durante esos meses cumplieron aquella promesa. La llamaban, la visitaban. Este era el primer día en que los acompañaría al teatro. Rodeando su cama en el hospital, contándole los últimos chistes de Pánfilo, analizando la política nacional e internacional, haciéndole creer que continuarían en idas a excursiones, a salas culturales, a… él paralizó la obra protagonizada por todos con una rotunda palabra mal sonante. Y después, recobrando el tono habitual, les exigió: “¡No me la abandone!”.

La partida de los hijos y nietos de las dos parejas amigas, los convocó a llenar los nidos vacíos con las funciones de ballet perdidas por cuidar a los descendientes y juraron también recobrar los filmes no vistos y se adueñaron de las butacas del Multicine Infanta. A la salida de un ciclo de cine francés, se dobló de dolor.

Sonriente, la mirada puesta en aquel árbol de la vida, la viuda los recibió.

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