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El anciano adolescente

1 de diciembre de 2014

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La muchacha le jugó limpio. Ni siquiera una vez le susurró al oído la nueva balada del amor eterno. Y jamás le exigió etiquetas de la Benetton ni perfumes de Carolina Herrera. En verdad, no le hacían falta lloriqueos de antojos. Porque para llevarla al ballet, un hombre culto como él, comprendía el deber de cubrirla de lujos. Tampoco cometía faltas espectaculares porque precisamente en aquella función del Lago, le supo preguntar bajo al oído que si la que bailaba era esa Alicia que mentaban tanto. Lo que si le pedía era comer en lugares de esos en que uno venía y le abría la puerta del auto, otro los esperaba en la entrada y los llevaba a la mesa elegida por ella y otro les tomaba el pedido y traían los platos, blanquitos o blanquitas rubios que tenían que sonreírle y bajar la cabeza ante ella, la negrita que en las fiestas de la secundaria nunca pudo competir con la ropa de otros blanquitos rubios.
Y era una negra preciosa. Con esos ojos rasgados y esa esbeltez dura de nalgas no tan exageradas como las de las congas porque seguro estaba que descendía de los achanti. Una vez trató de contarle la historia de estas diferentes etnias y ella lo cortó con esas frases suyas de navaja afilada: “Total, todos aquí eran esclavos”.
La conoció como se conocen tantas. Sabedora de la fuerza convincente de sus muslos potentes, esperaba el ómnibus alejada de la multitud de la parada. Él frenó, ella montó, hablaron y terminaron en un bar de nueva creación, no en la cama. Sí concibieron otro encuentro. Después, ocurrieron los hechos normales en la segunda década del siglo XXI entre un sesentón largo de porte elegante, billetera de piel legítima, tabletas regenerativas y una veinteañera de familia extendida a quien nadie preguntaba a dónde iba ni de dónde venía.
Él no tenía madera de Bernard Shaw para trasladar al Caribe a Pigmalión, ni siquiera a la Elisa de “Mi bella dama”, más a mano en un video de Broadway. Quería gozar de aquella estampa de mujer y exhibirla en calidad de trofeo ganado. Bajo estas premisas se sumergió en esta relación que para ella significaban noches en mullidos colchones liberada del ambiente que un psicólogo calificaría de familia disfuncional.
La muchacha no se salió del libreto inicial, pero pronto él cambió la dirección de la obra. Trasmutó en un perro de presa desconfiado de la cercanía de cualquier hombre, seguidor en el auto de las chancletas mañaneras de la joven en su barrio, incisivo cuestionador de sus palabras, de su pensamiento, de su forma de ser. Como la quería beber de un trago como una copa de whiski y no de ron, ella se reveló. No engañaba. Le gustaban los hombres de uno en uno y en la calle encontraría el sustituto, le dijo y marchó más segura de sí que un convenio de la ONU.
Igual que un adolescente abandonado por la primera novia, cerró los labios para ahogar un sollozo. Tarde comprendía que su trofeo tenía vida propia. Y que el no era el joven Werther de Goethe, sino simplemente un viejo verde vestido de gala y billetera de piel legítima.

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