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El anciano acosado

31 de julio de 2021

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120341Abandonado el vicio del cigarro hacía años, estaba tan turbado que buscó en la mesa la cajetilla inexistente. Su mirada recorrió la sala de antiguos muebles dignamente conservados porque aunque su oficio oficial era el de plomero, era uno de esos seres entrenados para ganarse la vida honradamente. Gracias a sus numerosas herramientas, los misterios de la electricidad y la carpintería no le eran ajenos. La casa intacta. Ni el polvo ni la dejadez la molestaron aunque hacía cinco años que la esposa había muerto. Una casa cómoda para dos recién casados. Sala ventilada con dos grandes ventanas, comedor con su mesa de seis sillas para posibles invitados, cocina espaciosa, baño azulejado, el lavadero cómodo, el jardín al frente y un patio mitad de tierra y mitad de cemento. Tocante a las habitaciones, les falló el sueño. Dos y una convertida en su taller porque el hijo nunca llegó. Se sentía incómodo, disgustado. Aunque colocado en la carrilera de los setenta años, saberse asediado por tres mujeres en busca de acomodo en un hogar, lo hacía rebajar sus cualidades físicas y mentales y situarlo entre los muebles bien conservados de la vivienda.
Más tranquilo, pasó a analizar el caso de las tres mujeres.
Aquella criolla de bella estampa estaría arribando a los treinta años. Y tenía tres hijos diferentes entre sí. Vivía con la madre y otros hermanos en un apartamento desbordado en niños y adolescentes. Les hizo un arreglo de plomería y no les cobró la mano de obra. Se veía que no tenían los bolsillos llenos. Y a la muchacha en agradecimiento, le quedó la costumbre de pasar por la casa y llamarlo desde la cerca. Y el último día le contó sus penas, sus fracasos amorosos. No quería un joven más en su camino. Buscaba un hombre mayor, serio, responsable. Y cerró con el ofrecimiento de ayudarlo un domingo a darle una limpieza general a la casa. Que él fijara el día. Lo agradeció, pero ese domingo jamás existiría en su calendario.
La otra dama lo saludó con confianza en la cola de la farmacia. Conocía de vista a esa cuarentona. Se alojaba en casa de una hermana porque no era de La Habana. Llegó y marcó detrás de él. Como en todas las colas, la conversación con nasobuco puesto es un medio de entretenimiento. Pronto ella tomó el mando en las palabras. Lo sometió a un intenso interrogatorio. Después de comprobar que en el país no tenía ni un primo tercero, se preocupó porque una noche él podría enfermar y en la casa solitaria, nadie acudiría en su auxilio. “Las subidas de presión son muy peligrosas”, agregó con voz dramática. Con temor a que el malestar ocurriera en ese momento, se ofreció a acompañarlo a la casa, así la conocería por dentro. Él inventó que un amigo lo recogería esa mañana. Y escapó.
A la tercera solicitante la conocía de años. Anciana al igual que él y con demasiados habitantes en la vivienda. Los hijos se casaron y multiplicaron en competencia con los conejos. Ya le había hablado de las malcriadeces de los pequeños, del irrespeto de los adolescentes, de la habitación propia convertida también en el dormitorio de las dos niñas mayores. Rehusó la palabrería vana. Lanzó la proposición. Si eran un par de viejos, ¿por qué no podían unirse? Ella se ocuparía de todos los quehaceres hogareños, incluyendo las colas. Él la detuvo, le dio las gracias y huyó.
Pasado el malestar de sentirse rifado entre las mujeres, sintió conmiseración por ellas. Sometidas a diferentes tensiones, buscaban una salida. Una quería asegurar la comodidad de los hijos. La otra, asentarse en la capital. Y la última, escapar de la propia casa tomada por los descendientes. Y recordó un consejo lejano venido del siglo XIX en voz de un abuelo guajiro: el techo aunque sea de guano, es lo primero.

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