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El amor en tiempos de parques

30 de mayo de 2020

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índiceEstaba en el parque y en el banco no estaba sentada ella. Otro día sin ella. Se acomodó en ese, su banco de madera. Era un pequeño parque de barrio con poco espacio para juegos en grupos. Desde hacía años, desde la jubilación él ocupaba este banco en las tardes. Entonces, no sabía el porqué, disfrutaba el sonido de la brisa entre los árboles y el ambiente rojizo que presagiaba la llegada de la noche. Se disgustó aquel primer día en que la encontró sentada en su banco. Era una anciana regordeta, pequeña, negra por más señas y que lo daba por seguro, ni en la edad de los quince sería una belleza. Junto a ella, una pequeña niña apretaba una muñeca de trapo. Las dos le sonrieron y continuaron una extraña conversación entre las palabras de la fea vieja y los monosílabos de la que seguramente sería la nieta.
Con esa cháchara no podría concentrarse en el libro que traía. La vieja fea descifró su pensamiento. Otra sonrisa para él, usó un dedo en la boca de la pequeña y bajó la voz. Esa voz que día a día le llegaría junto al sonido de la brisa. Sus inflexiones estaban incorporadas al ambiente, integradas a las hojas caídas, al piar de los pájaros en los nidos altos y escondidos. No tenía horario fijo para retirarse. Paralizada la voz, dejando en suspenso de la historia a la pequeña, miraba en derredor, respiraba profundo y tomaba a la niña de la mano. A él le dirigía esa sonrisa, que después comprobó que la dedicaba hasta a los perros vagabundos que se acercaban directamente a ella. Después de días, notó que su partida presagiaba la caída de la noche.
Abandonó la lectura de aquellos libros complejos. Dejó de percibir su voz en susurro y puso atención a las palabras. Eran historias en que lo natural y lo fantasioso se mezclaban sin definición de barreras. Las hojas caían porque les daba vergüenza perder el color verde y las disfrazaban de amarillo pues las muy tontas no sabían que daba igual ser verde o amarilla. Al girasol le encantaba su color amarillo y así es porque tiene que ser. Cada uno es uno y no el que está al lado. Aquella señora lo sabía sin quererlo, ¿o queriéndolo?, nunca se sabe, le mostró su orfandad espiritual. Necesita su voz, sus palabras. Y ha desaparecido.
La alegre algarabía de los perros del parque, le avisa. Ella viene. Hoy la nieta parece llevarla a ella. Está más delgada. Su paso es lento, pero la sonrisa es la misma. Él le responde con otra sonrisa. Se pone en pie y con los brazos abiertos se adelanta para abrazarla y llevarla a su trono de madera vieja, desde donde reparte la paz.

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