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Diego Rivera

19 de septiembre de 2018

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“Él mismo se pintaba como una rana porque tenía las extremidades cortas para aquel cuerpo corpulento, pero las manos de Diego eran admirables, de finísima piel”, señalaba la ensayista cubana Loló de la Torriente.

Por muchos años permaneció inédita la entrevista concedida por Diego Rivera a Antonio Martínez Bello. La conversación fue larga y estuvo cuajada de confidencias y anécdotas acerca de la vida del famoso muralista. Corría el año de 1950 y el artista se complacía en desgranar sus recuerdos cubanos:

“Yo fui por primera vez a La Habana cuando tenía diez años –es decir, que debió ser alrededor de 1896–. Tuve, pues, la gran suerte de conocer La Habana de calles entoldadas, con volantas ocupadas por bellas damas a quienes los empleados de las tiendas salían a mostrar las mercancías a bordo de los carruajes, mientras las maravillosas mulatas en batica iban a pie abani cándose y arrojando relámpagos de sexo conforme andaban. Ellas con­dicionaron mi despertar sexual, por suerte mía.

“Me llevó a La Habana mi tío Carlos Barrientos, patrón de un pailebot que iba y venía de La Habana a Veracruz. Como mi tío no admitía ociosos a su borda, yo grumeteé y con él aprendí a navegar. Iba cada año en vacaciones. Hasta que en 1902 mi tío dejó de navegar para convertirse en vista de la Aduana de Veracruz.

“Más tarde, mucho más, cuando la revolución contra Machado (1933), yendo para Nueva York, desembarqué para ir a almorzar arroz blanco con tasajo y boniato y beber guanábana en refresco, que adoro. Cuando lo hacía acompañado de Frida mi mujer, oímos unos pistoletazos de automática y pocos momentos después dos chicos entraron, y saludando dijeron: ‘Compañero Rivera, le hemos servido de postre a Magriñat’ (uno de los asesinos de mi amigo Julio Antonio Mella). Fui y tuve el gusto de verlo tendido en el suelo de una peluquería vecina del restaurante donde comíamos. Después, a mi vuelta de Nueva York, aunque usted no lo crea, fui en el desembarco a almorzar al mismo restaurante en compañía de Frida y, al concluir, otra descarga de pistola y ahora un solo emisario entró y dijo: “Camarada Diego, ahora le hemos servido al sobrecargo’. (El sobrecargo del vapor Morro Castle había sido otro de los asesinos de Julio). Pregunté al compañero:’ ¿Machado?’ Contestó: ‘Ese no, porque también es ñáñigo, pero pierda cuidado, ya morirá de mala enfermedad’.

“Confieso que estos recuerdos de La Habana me salen también, como los de la maravillosa Habana Vieja, de las calles de toldos y bellas blancas y mulatas en carruaje y a pie”.

¿Sería cierto todo cuanto don Diego contó? Decida usted…

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