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Diecinueve días y un burujón de noches

22 de julio de 2017

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Barcelona-extendera-atencion-comerciantes-ancianos_TINIMA20120515_0988_3Acariciaba los primeros meses de la adultez mayor cuando escuchó aquella canción de Sabina, la que dice aquello de los “19 días y las 500 noches”. Restregaba el fondo de la cazuela y una envidia estúpida le nació por aquella mujer que dejaba plantado al amante porque si los papeles estuvieran por medio, la ida no sería tan rápida, significaría la división de bienes matrimoniales. El refrigerador es mío, el televisor, también mío… Trató de sonreír. No había espejos en la cocina. No percibió que en lugar de sonrisa, la boca dibujó una mueca, extraída de la amargura interior ligada con la terca suciedad de aquella olla.

Poco a poco, como si se aprendiera la tabla de multiplicar,  aprendió la letra de la canción. La convirtió en un himno particular. Varias veces recibió las burlas de él por la repetición. Nunca supuso siquiera las ideas tejidas mientras como en victrola gastada, repetía y repetía la letra y gozaba con aquel hombre desolado por el abandono. Se le ocurrían pensamientos que él consideraría extravagantes, estúpidos. Como ese que tanto lo hizo reír. Aquello de que “si la soledad de dos en compañía tuviera color, semejaría a la noche de los niños miedosos”.

Él rió y rió en su ceguera emocional, en su orgullo establecido sobre prejuicios indestructibles. Desconocía lo que es sentirse solo cuando el otro come frente a nuestro plato, mira la televisión al lado de nuestra butaca, duerme con su espalda apoyada en la nuestra.

También aceptaba su parte de culpa. Ante los tiempos abiertos a la mujer, ella desaprovechó las oportunidades por el respeto a él, así se lo repetía al principio. Hoy reconocía la verdad. Era miedo. Miedo a él, representante repetido del hogar de su infancia.

Nunca  vació las quejas. Los hijos crecieron, marcharon. Tenían derecho a hacer sus propias familias. El remolino de la crianza entretuvo las inquietudes personales, fijas en la memoria. El hogar vacío le desató esa memoria.

Ya los rencores, los resentimientos acumulados se destilan también en su boca. De él aprendió las palabras sarcásticas, el desprecio disfrazado de bromas, las ayudas en demostración de una superioridad física o de razonamientos ante determinado problema. Dardos lanzados con puntería. Búsqueda de defectos antiguos, errores nacidos del tiempo. La venganza mayor se saborea cuando con voz dulzona se señalan torpezas agrandadas por los años a sabiendas de que irán en aumento. Y llegado ese punto culminante, se organiza el desquite. Lo tomará sin lastimadura en su nombre de esposa y madre ejemplar.

Llorosa le dice al “compañero” de tantos años que marcha a la ciudad en ayuda del hijo y su compañera, abrumados por las exigencias empresariales y la atención a los hijos. Allá la espera una cocina recién instalada con equipos digitalizados. Y tira la puerta con la canción de Sabina en los labios.

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