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Dicen que segundas partes…

20 de octubre de 2014

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manos_ancianaEl anciano recostado en la cerca, la cerca de la casa. Lo conocía de vista. Pasaba todos los días a idéntica hora. Posiblemente permanecía el día en el Asilo cercano y dormía con la familia. Se veía limpio, con ropas pobres pero limpias. Esta escena repetida a la misma hora condicionaba su vida. Los niños, venidos de la escuela, jugaban en el jardín. Ella los cuidaba desde la cocina. Regresada del trabajo, preparaba la comida. Estaba cansada, deseosa de un baño. La música de la radio le levantaba el ánimo. Adoraba a Manzanero con su “Adoro” y al inglés ese, el de las “manzanitas verdes”.
Más que recostado, el anciano se aguantaba de la cerca. La joven dejó de pelar las papas. Parecía cansado, agotado. Se cruzaron las miradas. Ella bajó la vista y se concentró en la labor. Prepararía una tortilla, tenía tomates y lechuga para la ensalada, haría el arroz. De ayer, le quedaron los frijoles.
Levantó el rostro. El hombre continuaba apoyado en la cerca. Tenía la cabeza baja.
El cuchillo paralizado en la mano y la papa a medio pelar. Paralizada también las decisiones. El viejito pudiera sentirse mal, necesitar ayuda. Solo un minuto le duró la duda. Regresó a la papa, terminó de pelarla. No levantó más la vista, huía de la escena de la cerca.
Al rato, una discusión entre los niños, obligó la mirada al jardín. El anciano había desaparecido.
La prolongada espera del ómnibus le aumentaba el cansancio apoyada en el fuerte sol de las cuatro de esa tarde de verano. El público se agolpaba y corría ante la llegada de las diferentes rutas. Sudaba copiosamente y notó la frialdad de ese sudor que le bajaba por la frente, la espalda. Sudor que llamaba la atención porque sobre ella había miradas curiosas. Amaneció con mareos, pero quedó con la hija en ir a cuidar a los nietos. A sus años, ya no estaba para esos menesteres. Un sabor agrio le subió a la garganta. Se sintió desfallecer. Si alguien la ayudara. Si por lo menos, pudiera llegar hasta la cerca de aquella casa. Confundía las imágenes. Y creyó ver la de un anciano apoyado en la cerca de aquella casa.
Varias personas continuaban mirándola. Inclusive, ese muchacho de los audífonos puestos que daba saltos al compás de la música que solo él oía. La visión de otro ómnibus que enfilaba por la esquina, desvió las miradas y la anciana dejó de ser punto de mira, un simple entretenimiento para aturdir el malestar de la espera. Era la ruta del bailarín improvisado y en el instante que partía hacia la esquina, sus ojos se cruzaron con los de la anciana. Bajó la cara, se dispuso a correr. Llegó a tiempo. La sostuvo antes de la caída.

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