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De la fantasía a la realidad: mi mojito en la bodeguita

19 de marzo de 2020

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El duendecillo tal como lo captó el ilustrador y diseñador Raúl Martínez Hernández

El duendecillo tal como lo captó el ilustrador y diseñador Raúl Martínez Hernández

 

En la parte vieja de la ciudad de La Habana, merodeando por el parque Albear en la confluencia de las populosas calles Monserrate, Obispo y O’Reilly, cerca y acodado al famoso bar restaurante Floridita, se avecina un añejo y picaresco duende, quien a propósito de los 500 años de la capital, desde su irrealidad, por caminos insospechados y enigmática razón, nos ha proporcionado informaciones significativas de la vida mundana de la villa y el devenir histórico de su gastronomía durante ese dilatado periodo de tiempo. Revelaciones tales que hemos podido encapsular dentro de un escrito al que el propio geniecillo nos ha sugerido su título: Fuego y humo en La Habana.

Valiéndonos de sus vivencias nos recuerda que en Cuba se ha conocido como bodega, la tienda de venta al por menor de alimentos no elaborados, tabacos y cigarrillos, eventualmente bebidas alcohólicas y refrescos y otros productos de aseo personal o limpieza. La mayoría de estos comercios se encontraban en las esquinas de las manzanas y los que no, han sido conocidos como bodegas del medio. Cuando es pequeña se le llama bodeguita.

Con nitidez rememora cuando por los años cuarenta del siglo XX, en la calle Empedrado 207, a escasos metros de la Catedral y su Plaza, había una pequeña bodega del medio donde algunos clientes, jugaban cubilete en su barra acompañados con traguitos y saladitos que salían de la cocina doméstica del bodeguero. Supo que en aquel lugar, frecuentemente, se reunía gente bohemia y de saber y que el propietario del establecimiento, dado el éxito, decidió ampliar algo el local y ofrecer comidas criollas dentro de una atmósfera desenfadada, lejos de protocolos y convencionalismos..

Su fama creció rápidamente con aquello de escribir recados en sus paredes, guindar objetos raros o tomarse fotos de grupo como si los clientes –cada vez más famosos ellos mismos– estuvieran en las pirámides de Egipto o en las Cataratas del Niágara. Su poseedor, un guajiro habilidoso y buena gente, Ángel Martínez, incorporó al jolgorio la música jacarandosa o trovadoresca y nada menos que un bien posicionado emblema de la coctelería cubana, el Mojito de ron, azúcar, limón, hielo y hierbabuena; trago que venía airoso de su tatarabuelo en los campos de Cuba insurrecta, la Canchánchara.

A medida que el establecimiento fue adquiriendo una connotación mayor, las minúsculas de su nombre –la bodeguita del medio– se transformaron en mayúsculas. Para ello tuvo que pasar mucho tiempo y que sus peculiaridades se asentaran a la sombra de la informalidad que impusieron sus primeros y extraordinarios visitantes

 

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Nuestro gnomo se hace eco de quienes sostienen que la Bodeguita del Medio tiene como referente al restaurante conocido como La Confronta en la ciudad cubana de Ciego de Ávila. Establecido en 1916 por un gallego de nombre Anacleto Martínez ha tenido una larga y exitosa carrera. Se asegura que en cierta ocasión, Ángel Martínez, dueño y creador de la habanera Bodeguita del Medio y amigo de Anacleto, lo invitó a compartir suerte en la capital y reproducir un establecimiento con iguales características. Invitación que Anacleto declinó debido al brillo que mantenía en La Confronta.

Más allá de los valiosos recordatorios del espectrillo describiéndonos La Bodeguita del Medio desde esa fantasía, la realidad se impone. El sitio en cuestión es un viejo caserón con múltiples recodos y una especie de tirador interior de aire que, aprovechando la experiencia constructiva colonial de cuatro siglos, lo refresca. Su bar se muestra desenfadadamente a la calle y limita con el exterior por una mampara de madera. Detrás del mostrador, un cantinero satisface las demandas de algunos parroquianos que campechanamente, tal como el mismo lugar, esperan sentados en altas y escasas banquetas a que se desocupe una mesa para probar los manjares criollos, y mientras tanto, solicitan las bebidas de su elección, donde sobresale con mucho, la elaboración del típico Mojito.

Detrás del bar y cruzando un pasillo donde apenas cabe una persona se sirven comidas provenientes del catálogo tradicional cubano. El comedor está ambientado con los cientos de grafitis que han dejado sus clientes, fotos de celebridades y otros recuerdos. Entre ellos, aparece colgado un cuadro que ha devenido en sello de legitimación del lugar; una nota manuscrita atribuida al escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien se contagió con las extravagancias habaneras, se enamoró del Mojito y el Daiquiri, y lo estampó para la posteridad: Mi Mojito en la Bodeguita y mi Daiquirí en el Floridita.

 

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A continuación del bar, las mesas sin mantel, rodeadas de cubanísimos taburetes, aguardan la presencia interminable de clientes, por lo general venidos de insólitos rincones que incorporarán a sus vivencias turísticas el ritual de degustar platos de amplia sazón y buena mano con el aroma especial que le imprime la salsa criolla, servidos sin apuro, a la misma vez, escoltados con una cerveza bien fría y el manjar rematado con un café de verdad.

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