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Corre, que no hay tiempo

2 de octubre de 2015

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Cuando el niño pasa de preescolar a escolar, que es cuando arriba a los 6 años de vida, ocurre un cambio significativo: entra a la escuela y con este hecho vienen aparejados cambios fundamentales; como es que el juego que hasta ese momento era la actividad fundamental o rectora para propiciar su desarrollo, cambia y el estudio se convierte en la tarea principal a realizar, y con esto aparece una figura que se va a situar un lugar central en su vida que es el maestro.
Estudiar significa estar muchas horas en la escuela y después seguir con las tareas, y en este momento, con el caudal de conocimientos a asimilar y la competitividad del mundo actual –la cual nos abruma y establece una suerte de carrera espacial (por la velocidad para actuar)–, los padres, la familia en general, la escuela hacen exigencias a los pequeños desde estas edades para que aprendan cada vez más y con más rapidez. Estos tienen que aprender no solo los contenidos de las asignaturas de la escuela, sino otros conocimientos fundamentales para que en unos años estén dentro de la competencia para entrar en universidades y posteriormente en el mercado laboral. Es por ello que los idiomas, la computación, los deportes, artes (danza, pintura, etc.) también ocupan el tiempo del niño; entonces se ve a la niñita con trencitas sin tiene tiempo para jugar a las casitas con sus muñecas, y al niño que mira con tristeza el tren que le regalaron el día de su cumple y que solo puede desear tocarlo mientras corre de las clases de idiomas hasta el piano donde le espera otro profesor. Las palabras que se escuchan son, “esto lo hacemos por tu bien, ya nos lo agradecerás dentro de poco porque tienes que ser un triunfador, tienes que tener éxito en la vida”.
No me caben dudas que los padres lo hacen con muy buena intención, y se sabe que ser exitoso en la vida es un deseo que nos embarga, con la esperanza de ver al actual pequeño cuando sea adulto, recibiendo el reconocimiento social porque descubrió que existe la vida en Marte, y que contra todo lo que se creía, los marcianos ni son verdes, ni tiene antenitas. Pero ¡cuidado! que en la vida a veces hay que bajarse del cohete y caminar lentamente para aclararnos las ideas, y así acordarnos que somos seres humanos y no máquinas –¡y más los niños!– porque, ¿quién dijo que la felicidad está vinculada directamente con el concepto social del “éxito”?, y entiéndase este “éxito” como el hecho de ser reconocido socialmente por ser científico, deportista, artista y recibir premios, medallas y trofeos. No voy a negar que efectivamente esta pueda ser una manera de obtener éxito. Pero –y me encantan los “peros”–tener éxito en la vida es mucho más que eso. Ser exitoso significa ser feliz con lo que se hace, que puede ser cosas muy distantes a los premios y profesiones de lujo, del tipo premio Nobel. Entonces viene la pregunta obligatoria ¿en esa carrera meteórica de enseñanza infantil hay espacio para que aprendan a ser felices?
Me da miedo la respuesta y más temor me provoca las posibles consecuencias, por lo que les propongo un pequeño ejercicio a los padres que están en situación similar a las que he descrito: haga un estudio comparativo entre las horas que sus hijos dedican a los estudios y las que dedican a jugar, a dar y recibir afecto, a conversar con la mamá y el papá para decir lo que quieren hacer y lo que no les interesa, a compartir con la familia para ver fotos, para comer juntos, en fin, para realizar esas tareas familiares que solo tienen como objetivo el disfrute de estar juntos. Haga ese cálculo a ver cuál es el balance, si hay equilibrio o no. Lo importante de este ejercicio que les propongo es que usted conozca si está educando a sus hijos o si está construyendo robots donde no hay espacio para los afectos y menos para la felicidad, porque yo soy de las que cree que es bueno tener aspiraciones, tener metas, pero más importante que esto es ser feliz y tener derecho a detenerse, a equivocarse, porque es parte de la humanidad.

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