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Con epidermis laboral

19 de enero de 2019

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trabajo-amGracias a la post temporada del béisbol nacional, “el viejo”, se lo decían de puro cariño, había decidido jubilarse. Quién lo iba a decir y la expresión se repetía en la familia en conversaciones frente a frente, en teléfonos fijos y celulares, en provincias cubanas, en estados de EEUU. Por las jugadas en discusión, por peloteros que se acercaban al cajón de bateo en paso de marcha fúnebre, por esto o por lo otro, los partidos se alargaban y él por los cabeceos se perdía importantes jugadas o una entrada completa pasada en visita no deseada a Morfeo.
Lo decidió y era un hombre de palabra. Su meta actual sería el descanso. Abriría los ojos en la mañana, si los ojos lo deseaban y no impulsados por un reloj chillón. Se acostaría, si los huesos se lo sugerían, a cualquier hora. En la casa se multiplicaba la holgura financiera y su salario era una gota de agua en un manantial. Todos aplaudieron la decisión, rogada desde hacía años.
Y se jubiló en un acto solemne en el centro, con fiesta, lloro de damas al final y regalos incluidos. Y lo que más lo enorgulleció, el pedido de que no se perdiera, que passara siempre a visitarlos porque él era un ejemplo para los jóvenes.
En la casa, le organizaron todas las condiciones para el descanso. Los alimentos preparados y con solo apretar el botón del micro, listos. Conociendo sus gustos en lecturas, nuevos títulos de intrigas policiales, también en seriales completos en las memorias. La ropa limpia y planchada, al igual que los tenis listos y los zapatos de piel, relucientes. Los medicamentos dispuestos y los teléfonos de la familia y amigos en el celular. Y la pregunta de cada día, indagando lo que quería en comestible y cualquier antojo que se le ocurriera. En fin, le confeccionaron una jubilación cinco estrellas plus.
Y en las primeras semanas leyó aventuras detectivescas que lo hacían bostezar antes de la página veinte. Dejó pendientes seriales empezados y abandonados por lo irreal de las tramas. En despedidas rápidas abandonó la conversación con otros jubilados que les contaban sus experiencias en quirófanos. Paseó por el barrio y solo encontró caras nuevas que no lo saludaban, ni siquiera le daban derecho al paso por la acera. Y los almuerzos en solitario le hacían perder el apetito.
No tuvo en cuenta la familia ni él mismo que era un hombre organizado, crecido en planes y cumplimientos desde el último cabello que todavía respiraba en su cabeza hasta la uña saludable de su dedo más pequeño del pie.
Aunque al tomar la decisión, el jubilado pensó ni escuchar a Radio Reloj por aquello del tic tac continuo y vivir al ritmo de los impulsos de su naturaleza corpórea, pronto se vio organizando el día y buscando tareas por cumplir en fecha y hora.
Registró metro por metro en la vivienda, el jardín, el patio, el cuarto de desahogo, el garaje, asuntos pendientes de solución, tareas a medio cumplir, ejecuciones mal terminadas. Una cartera de proyectos caseros por emprender.
Era una casa erigida por Ray Bradbury, perfecta en su funcionamiento. Y recordó las estrictas normas en que había educado a sus descendientes, convertidos en triunfadores en cualquier punto en que plantaban sus estudios y profesiones.
Entonces, era un hombre de decisiones rápidas, envió un correo replicado en varias direcciones.
“Regreso a mi trabajo. No me esperen para comer”.

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