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Claudio José Domingo Brindis de Salas: El Rey de las Octavas (II)

21 de noviembre de 2023

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“Su vida parecía impulsada, y no es imagen romántica, por un vendaval, como diría Salvador Bueno. Sus triunfos, obtenidos con cierta facilidad, le crearon una vanidad extraordinaria, en cuyo fondo es fácil entrever un pozo de amargura y desengaño”.

Transcurre el año de 1886 y el violinista Claudio José Brindis de Salas anda por los cafés habaneros en compañía de amigos blancos. Entra a uno de ellos y el camarero, después de servir a los demás, le espeta:

–Yo no sirvo, sino a los caballeros, no a los negros.

Brindis, insultado, le riposta:

–¡Pues yo soy Caballero de la Legión de Honor y no hay aquí tal vez ninguno que pueda decir lo mismo!

De inmediato se marcha, desatendiendo las excusas que intentan darle.

Se dice que fue el primer cubano que actuó en un escenario ruso —San Petersburgo, 1880—; y en la ciudad italiana de Milán un periódico publicaba una nota en la que se afirmaba que “… arranca del violín dulcísimos sonidos, acentos apasionados y aún en las más difíciles variaciones conserva una serenidad, un buen gusto y una pureza de entonación verdaderamente envidiables”.

En Florencia se afirmó que tenía “… un portamento de arco ligerísimo y al mismo tiempo una energía que lleva impreso el ímpetu característico de su raza”.

Ostentó el título de Barón. El emperador de Austria le otorgó la medalla de Francisco José; el rey de España le impuso las órdenes de Carlos III y de Isabel la Católica; en Portugal se le confirió el título de Comendador de la Orden de Cristo; en Francia se le concedió la Legión de Honor en el grado de Caballero… No fueron las únicas.

Nacionalizado alemán —casado con una alemana con la que tuvo dos hijos—, sus últimos años en tierra germana los vivió en Kantstrasse número 56, en una enorme mansión, en cuyo primer piso estaba instalada una fábrica de pianos de la que era copropietario.

Profesaba gran amor por Cuba y fueron muchas las audiciones que realizó para beneficio de la causa cubana.

Dicen que padecía de frecuentes estados de melancolía y depresión, durante los cuales se encerraba en una habitación.

Dicen que “empezó a sentirse negro” y buscaba desesperadamente inspiración en su origen para crear una música auténtica: durante 1903 y 1905 estuvo visitando en Santiago de Cuba una Sociedad Negra que existía en la calle Alta de Sagarra y, aunque continuó haciendo con bastante éxito giras internacionales por el mundo, se notaba su decadencia física y material.

Dicen, también, que llevó una vida demasiado desordenada y bohemia.

Dejó este mundo, pobre y olvidado.

Lo encontraron desplomado, el 31 de mayo de 1911, “medio muerto de hambre”, en el recio invierno austral de una calle de Buenos Aires. En Argentina, en tiempos de gloria, le habían regalado un Stradivarius. En un centro ­bonaerense de asistencia pública murió en la madrugada del día 2 de junio. Debajo de sus harapos, al decir de Nicolás Guillén, hallaron un corset mugriento, un programa musical y un pasaporte.

El 27 de mayo de 1930, sus restos fueron trasladados al Cementerio de Colón. Con posterioridad, sus cenizas fueron depositadas en la antigua iglesia de San Francisco de Paula.

Por fin reposaba, en tierra cubana, aquel cubano negro que supo desde niño las presiones de la sociedad colonial y gustó después los sabores “efímeros” de la gloria musical, como dijera Salvador Bueno.

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