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Cita al doblar del presente

27 de septiembre de 2013

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Al fin la convenció. Las razones expuestas por la anciana para rechazar la invitación en las primeras insinuaciones, comprobadas en el recorrido. Minutos y minutos en espera del ómnibus. Dentro de él, apretujados, empujados, vejados al solicitar el respeto a los años, el asombro ante las palabras soeces, el sonido ensordecedor del tan tan llamado música, el heroico acto del descenso. Los ojos de ella lo recriminaban. El anciano la comprendió. Habían roto el límite de sus fuerzas físicas. Desconocidos en el rango de los bendecidos con remesas, imposibilitados del abordaje de un auto. Criados en la paciencia y la conformidad, la envidia no los perturbaban y aceptaban las limitaciones en espera de mejores días. Este intento de la visita a una exposición más allá de la acostumbrada caminata por el barrio periférico rompía el cerco de los empequeñecidos sueños. En la radio escuchaban los anuncios de regalos gratuitos de variadas muestras del arte y la cultura, tronchados por la lejanía de la vivienda. Solo la tentación de recobrarlo, aun empequeñecido e inútil para su oficio, los situó frente a él.
Allí estaba, paralizado en el tiempo. Enano y amarillo. La madera brillante, recién pintada. El mimbre de los asientos, esperándolos. Los troles dispuestos. Sonó el timbre al halar el cordón el conductor. El motorista de pie, se encimó sobre el mando. Un chasquido eléctrico, un sonido sordo y arrancó.
Los ancianos no sabían de Carpentier ni de sus maravillosos regresos a la semilla. Las palabras tejen sueños en los oídos entrenados al igual que la música, la verdadera música. Por encima, la tercera dimensión de la realidad es aplastante y en las manos de un artista construye sortilegios que se observan, se tocan se oyen, se sienten. La maqueta del tranvía en exhibición les curó las lastimaduras del viaje hasta el lugar. Les brindó un viaje cómodo y gratuito a los elevados de la Habana Vieja, las playas de Marianao, la Calzada de Luyanó. El rítmico ronroneo sobre los rieles los adormecía y en los otros asientos, vieron, lo contaban emocionados después, a madres, padres y abuelos.
Una pareja de jóvenes los contemplaba, el maquetista hacedor de milagros y la esposa. Él le hizo la señal al motorista y montaron también, incorporados a un sueño que en parte les pertenecía. Copados los asientos de mimbre por tantos familiares, ocuparon un asiento final. Ella le puso la mano a él sobre ese corazón que, agobiado por el rápido ritmo de las manos artesanas, intentó un día detenerse. Un corazón alegre y recién nacido le contestó y le alejó las preocupaciones.
El maquetista sonreía. En la mente creativa armaba tranvías. Montaría a muchos ancianos cansados y aburridos y los pasearía por los sitios de la niñez, esos sitios embellecidos porque en el viaje no iban solos, los acompañaban madres, padres y abuelos.

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