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Bigote Gato

13 de enero de 2022

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Sin sus bigotes retorcidos hacia arriba como un manubrio, cuyas puntas cuidaba de mantener siempre enhiestas, difícilmente el asturiano Manuel Pérez Rodríguez hubiera llegado a ser famoso, buscado por los turistas para retratarse, ni los artistas nacionales y extranjeros se hubieran detenido preferencialmente en su taberna. Tampoco la memoria popular lo retendría convertido en leyenda. En fin, que Manuel Pérez Rodríguez jamás hubiera sido el popular e inolvidable Bigote Gato que aún perdura.

En la hoy bastante desaliñada calle de Teniente Rey (Brasil), entre Aguacate y Compostela, igualmente desaliñadas ambas, tuvo Bigote Gato su taberna bar a partir de 1948. Apunta el investigador Orlando Carrió que el personaje nació en 1910 en Asturias, llegó a La Habana 14 años después y  por un buen tiempo no pasó de ser un gallego (o más exactamente un asturiano) más entre la abundante colonia española de una isla que albergaba a cuanto peninsular cruzara el océano a la caza de mejores oportunidades de vida y de trabajo.

Los establecimientos comerciales pululaban en la capital y era harto difícil insertarse en un negocio —el de las bebidas y las comidas— en el cual existía una fuerte tradición y una no menos animosa competencia. Era como para pensarlo, pero Manuel poseía un extra, digamos que un don o un ángel que agradaba a las gentes, esto posiblemente dado por su carácter comunicativo, afán de hacer de su bar un lugar para que el cliente se sintiera mejor y la pasara bien, y porque no carecía de ingenio.

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Clientela y popularidad crecían gracias a aquel personaje pintoresco y excéntrico. Bigote Gato gustaba de proclamar su filosofía callejera, como para hacer meditar a machistas y no machistas. Acerca del tema del amor, aseguraba que “son los hombres los que pasan más trabajo, porque no es lo mismo abrir un libro que sacarle la punta a un lápiz”. Después que el oyente de la sentencia se quedaba pensativo, lo apostillaba con otra frase aún más categórica: “un mundo sin mujeres es como una historia en blanco”. Apesadumbrados, desengañados, necesitados de un cierto lagrimeo cómplice, podían mejorar su estado anímico al cabo de unos minutos de charla con Bigote Gato y un buen trago preparado para ahogar decepciones.

 

Una de las grandes invenciones de Bigote Gato fue el Club de los Noctámbulos, que llegó a reunir 500 “asociados” de los que se exigía “practicar la decencia, la alegría, la prudencia y el respeto mutuo”, complementadas tales virtudes por la prohibición de incentivar las discusiones, las trifulcas, los prejuicios de raza, credo y religión. La república así presidida por Bigote Gato era una suerte de Atlántida… del jolgorio y el pasatiempo.

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