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Benny Moré… cantor popular (I)

6 de julio de 2017

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Figura casi mitológica, hijo de un pueblo rico en expresiones musicales y cuna de excelentes cantantes, Benny Moré es para la crítica especializada, una de las voces más altas del canto popular cubano.

Nacido el 24 de agosto de 1919, en el barrio de “Pueblo Nuevo” en el poblado de “Santa Isabel de las Lajas”, en la actual provincia de “Cienfuegos”, recibió en la pila bautismal el nombre de Bartolomé Maximiliano y por apellido el de su madre, Virginia Moré.

Cuando Bartolomé era muy pequeño su madre se trasladó al muy humilde barrio “La guinea”. Fue allí donde Bartolomé, tuvo que comenzar a trabajar, en los más disímiles oficios, para ayudar a su madre en la crianza de sus hermanos, aunque aprovechaba sus momentos de descanso, para infiltrarse en las fiestas litúrgicas de una cofradía de negros de origen bantú, que se hacia llamar “Casino de los Congos”. Allí conoció de los cantos y ritmos de sus ancestros africanos. Para entonces los Moré vivían en una indescriptible pobreza, que llevaría a la madre a trasladarse al “Central Vertientes”, en la provincia de Camagüey, para trabajar como domestica y lavandera del personal técnico de esa fábrica de azúcar.

El pequeño Bartolomé, entonces queda al cuidado de su abuelo, hasta que, un buen día, se escapa y aparece en el poblado de Vertientes ante los asombrados ojos de su madre. Allí se inicia en las duras labores del corte y acopio de la caña de azúcar; sin embargo, en las noches, la madre tiene que rescatarlo de las fiestas, donde empinaba su delgada voz entonando décimas campesinas de origen español que arrancaban fuertes aplausos de los concurrentes. También se dice que dedicaba un espacio para aprender a tocar el tres de la mano de Benjamín Castellanos, legendario tresero y bailador santiaguero entonces deambulando por Vertientes.

En 1936, el joven Moré realiza su primer viaje a la capital, con el firme propósito de establecerse en ella con la ayuda de un tío, pero este familiar solo pudo ofrecerle una carretilla llena de frutos para que tratara de venderlos por las calles habaneras.

Fue así que, con los primeros cuatro pesos que ganó, se hizo de una vieja guitarra, comprada en una casa de prestamos, para reeditar en La Habana la aventura musical practicada en los bares del viejo poblado de Vertientes. Pero al poco tiempo, sin poder vencer la hostilidad de aquella ampulosa ciudad, decide regresar a Vertientes y trocar la guitarra por otra carretilla, esta vez, llena de sacos de azúcar de enorme peso y poco pago.

Pero la música lo aguijoneaba en lo más profundo de su corazón, estaba seguro de que, en La Habana, podría ser artista y que solo necesitaba un poco de la suerte que sus dioses africanos pudieran otorgarle, por lo que, a principio de 1940, recogió su vieja guitarra y la poca ropa que poseía y se despidió de su madre sin mirar atrás, convencido de que su camino hacia él éxito estaba abierto.

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Nuevamente en la capital, con su guitarra al hombro, ahora junto a un compañero de infortunio de nombre Anselmo, recorrería incansablemente los cafetines, bares de mala muerte y otros antros que circundaban la bahía de la ciudad en busca de algunas monedas y un buen vaso de ron malo. Vive en tristes ciudadelas de negros, en las que fue redondeando sus conocimientos sobre la música popular cultivada en ese medio, basada en las rumbas de cajón en todos sus estilos, cantos de los cultos afrocubanos, los boleros más recientes de la época y la sonoridad de los formatos orquestales del tipo jazz band, difundidas con profusión por la radio y el cine.

Para entonces su arte incipiente solo era conocido por algunos turistas y trashumantes noctámbulos, en ocasiones, tan pobres como él. Muy pronto el carácter franco y abierto de su persona le fue creando relaciones que contribuyeron a la amplitud de su gusto musical.

Al año de estar instalado en La Habana y aparejado a su gusto por las nuevas corrientes musicales, Bartolomé formaba parte de agrupaciones intérpretes del Son como el Cuarteto Cordero y luego del Septeto Fígaro, grupos con los que llegó a hacer sus primeras presentaciones artísticas en la radioemisora capitalina CMW.

Algo después Bartolomé Maximiliano conoció al director del excelente Septeto Cauto, el afamado tresero y cuatrista santiaguero Manuel Mozo Borgellá, quien, al descubrir las dotes de buen cantor del lajero, lo incorporó de inmediato a su agrupación, en la que ocupó el puesto que dejara vacante el gran cantante José Cheo Marquetti, entonces en planes de un viaje a México.

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