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Atadas con lazos de seda

13 de junio de 2020

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unnamedEntraron a la vejez con la conformidad de las mujeres enroscadas a las casas por gusto propio. Por la comodidad de cumplir los designios ancestrales y por el miedo a los cambios. Era una amistad cementada con los ladrillos levantado por sus maridos y que les otorgaron un apartamento en el último piso del edificio. Ni en los días sofocantes del climaterio ninguna le alzó la voz a la otra por una discusión entre los hijos adolescentes, ni porque no le marcara el turno en una cola cualquiera.
Con maridos cortados al parecer por una misma tijera y remisos a los visiteos de apartamento a apartamento, se abrieron a la amistad al llevar los niños a la escuela y unirse en el recorrido diario por los mercados. En esas andanzas se hablaba de los niños, se juzgaban a las maestras y criticaban el precio o frescura de alguna fruta. Eran intercambios comunes manchados por lo cotidiano y donde unían sus opiniones en una especie de estrategia común. Mecánicamente activaban la necesidad de unirse para la defensa de un peligro incapacitadas todavía de discernir.
En aquellos apartamentos diseñados por quienes no los habitarían, la cocina continuaba en un balcón con lavadero. Intentaba ser un patio trasero en que se secarían las sábanas blancas y los uniformes de los muchachos becados en las escuelas en el campo. En aquel reino de la mujer de entonces, la mezcla de los olores de la cebolla con la hervidura del jabón amarillo, la seguridad de que los maridos allí solo se asomarían a reclamar una cerveza fría del refrigerador y los niños a pedir agua y suplicar el adelanto del postre de la comida, hacía a aquellas mujeres, liberar pensamientos y sentimientos, ya que sus cuerpos permanecían presos, aunque la absolución de esas condenas ya se abría paso en esos tiempos.
Era el último piso del edificio y el cielo las protegía y les daba ánimos para abrir las bocas, sollozar porque ninguna de las dos confesaría a otros y el cielo escondería las palabras entre las nubes. Las humillaciones, los maltratos de los maridos también adivinados por expresiones y algún que otro ruido escapado por las débiles paredes, se hacían voces compartidas y secadas las lágrimas con las puntas de las toallas colgadas. Para suerte secreta de ellas, los maridos marcharon rápido al infinito por las cervezas trastocadas en ron duro hecho en el barrio y los hijos, distribuidos en el mundo, criados en la colocación de la mujer en el peldaño inferior, limpiaban las conciencias con el envío ritual de dineros a las madres y sabiéndolas atendidas por una cuidadora capacitada.
La cuidadora auxiliada por una muchacha se ocupaba de los dos remozados apartamentos. Ninguna manifestaba quejas de aquellas damas silenciosas. Eran cariñosas y las trataban como a hijas. Tenían sus rarezas que ellas atribuían a la vejez. Siendo grandes amigas no se visitaban. Allí, en el patio trasero desactivado el lavadero y desaparecidas las tendederas por la sustitución de la súper lavadora, les habían colocado dos antiguas mecedoras, rodeadas de yerbas aromáticas. Desde allí conversaban y conversaban a sol y sombra. También se habían negado a la colocación de toldos porque afirmaban que el cielo y las nubes también participaban de sus conversaciones.

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